INVESTIGADORES
RODRIGUEZ Martin Gonzalo
capítulos de libros
Título:
Civilización y barbarie en el teatro romántico chileno: las formas del despotismo
Autor/es:
MARTÍN RODRÍGUEZ
Libro:
Teatro, memoria, identidad
Editorial:
Universidad de la República, Comisión Sectorial de Investigaciones Científicas
Referencias:
Lugar: Montevideo; Año: 2009; p. 169 - 178
Resumen:
El artículo se propone inscribir la obra Juana de Nápoles (c.1840), de Salvador Sanfuentes, en el marco de la intensa polémica sobre el romanticismo de la cual participaron, entre otros, Vicente Fidel López y Domingo Faustino Sarmiento (defensores del romanticismo) y el propio Salvador Sanfuentes y José Joaquín Vallejo (sus principales detractores). En su artículo publicado en 1842 en El Semanario, de Santiago de Chile (al igual que Vallejo en su artículo firmado como Jotabeche) se refiere a las dificultades de definir “romanticismo”, palabra que se aplicaría, a su entender a todas las cosas y, por lo tanto, a ninguna de ellas. Para ellos resulta fundamental definir lo indefinido, puesto que lo caprichoso (aún el capricho civilizado) y lo ambiguo abrirían las puertas al despotismo: desde este punto de vista no habría libertad posible sin reglas que la encaucen. En Juana de Nápoles estas reglas son fundamentales tanto para vivir como para gobernar; hay en ella una relación directa entre buen gobierno y buen vivir: gobierna bien quien vive bien y Andrés, rey de Hungría, sabe vivir. Noble, austero, buen guerrero, masculino y fuerte, está rodeado de cortesanos que sólo se dedican a los placeres de la vida, a ironizar y a conspirar. Es decir: está rodeado de románticos. Para Carl Schmitt (1919), frente a los compromisos existenciales, los románticos se hacen fuertes en la ironía y la intriga, que transforma toda situación en un espacio lúdico. El romántico (como los cortesanos de la obra) se caracteriza por su ingratitud –somete a ironía el orden burgués que es la base de sus desplantes irónicos-. Lo hace desde un lugar subalterno, ya que su imposibilidad de gobernar, de tomar decisiones, lo convierten en servidor de quienes sí pueden hacerlo. En Juana de Nápoles, la ironía, la intriga y el “capricho civilizado” (que se distingue del “capricho bárbaro” que , junto con el terror, dan para Montesquieu sustento al despotismo bárbaro de personajes como Facundo) son la base de un igualmente condenable “despotismo civilizado”. Apoyada por su tía Catalina de Bizancio y por sus cortesanos, Juana es una déspota potencial que atenta contra la alianza entre poder y saber representada por Andrés (suerte de “buen salvaje” educado en esas montañas que para Montesquieu son fuente de libertad) y Acciayoli. Andrés se vale de la ironía al igual que sus rivales, pero su ironía es unidireccional y sus fines son nobles. Es decir que no importaría tanto qué recursos se utilizan sino más bien qué se hace con ellos. Así, por ejemplo, los cortesanos frívolos llaman tirano a Andrés, cuestionan sus caprichos o actividades caprichosas, se disfrazan como él para lograr sus fines; en síntesis, comparten sus recursos pero los usan como “bastones de dos puntas”. Se trata del “ocasionalismo subjetivo” que Schmitt atribuye a los románticos y que es la marca del romanticismo político. Este idea de “ocasionalismo subjetivo” permite entender y asimilar las contradicciones y las idas y vueltas de un período que, ausente esta clave interpretativa, resulta difuso y difícil de abordar.