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En tiempos de la Grecia antigua y de Roma la oratoria y la retórica tenían una preeminencia fundamental en la formación de ciudadano: era prioritario enseñar las formas apropiadas para exponer ideas, persuadir y convencer oralmente al auditorio. A lo largo de los siglos, sin embargo, la investigación lingüística y también la escuela olvidaron casi por completo la lengua oral y colocaron al texto escrito en el centro de las preocupaciones. Hablar es algo tan natural, tan constitutivo de nuestro ser que quedó postergado del interés: hablar se identificó con lo familiar, espontáneo, familiar, innecesario de enseñar, nunca objeto legítimo de enseñanza. Hablar, conversar es natural, se aprende en familia, en interacciones reales, en la vida, no en la escuela. Hoy las cosas están empezando a cambiar, al menos, en el discurso público: la conversación está volviendo a ser puesta en foco, en gran parte por la preocupación que genera la irrupción de los celulares, las tabletas, las redes sociales en la vida social que parece estar causando algunos efectos negativos, como bien lo fundamenta Sherry Turkle (2017): según esta autora, estamos perdiendo el hábito de hablar cara a cara.Textear ? por el medio que sea ? es menos riesgoso, nos expone mucho menos, es menos demandante; pero simultáneamente trae como consecuencia la disminución de la empatía, de contactar realmente, la incapacidad de leer las emociones de los otros (Guyot 2018).De aquí surge inmediatamente la pregunta, ¿debe la escuela enseñar algo tan natural como conversar, o tal vez mejor, a llevar adelante buenas conversaciones, esto es, verdaderos encuentros con ejercicio de escucha atenta, empatía, curiosidad por lo que tiene para decir mi interlocutor, afán colaborativo, disposición a desconfiar y modificar mis esquemas mentales preexistentes, en síntesis, a salir de mi tribu?

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