PROGRAMA VOCAR – PAÍS CIENCIA

Claudio Fernández: el investigador que salió del potrero y llegó a lo más alto de la ciencia

Perfil del director de la Plataforma País Ciencia, el Laboratorio Max Planck de Rosario (MPLbioR) y el Instituto IIDEFAR (CONICET-UNR), que el próximo domingo estará en la 41ª Feria del Libro dando su charla sobre “fulbociencia”.


Claudio Fernández podría ser una estrella del fútbol. Nació y creció en una zona humilde de Villa Soldati –hoy sigue viviendo en ese mismo barrio-, y cuando todavía no sabía lo que era ser científico, maravillaba en el potrero como un virtuoso mediocampista. Claudio Fernández podría ser un hombre más dedicado a su familia, a sus dos hijos de 9 y 14 años y a su mujer. O podría estar viviendo en el extranjero: en Alemania, en Estados Unidos o en Italia, donde pasó estadías con diferentes becas de estudio. Pero Fernández, de 47 años, está acá: durmiendo tres o cuatro horas diarias, viviendo tres días con su familia en Buenos Aires y otros cuatro en soledad en Rosario, apostándolo todo a una carrera científica a la que se dedica pensando más en el desarrollo del país que en sí mismo.

Como investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y director de la Plataforma País Ciencia, ocupa la oficina principal del recientemente inaugurado Laboratorio Max Planck de Biologia Estructural, Quimica y Biofisica Molecular de Rosario. El responsable de que esté ahí y no en cualquier otro lugar está justo un piso debajo de ese lugar. No es un funcionario ni tampoco un científico; es un instrumento valuado en un millón trescientos mil euros instalado en una habitación impoluta de paredes blancas, armada exclusivamente para su uso, justo debajo de su despacho. Se llama “Resonador Magnético Nuclear de Alta Resolución equipado con Tecnología de Criosonda”, y a este científico le cambió la vida.

Elecciones

No fue que Claudio Fernández eligió exactamente cuál sería su objeto de estudio: más bien el objeto de estudio lo eligió a él. Estaba en su último año de la carrera universitaria, cursando Química Bioorgánica. Allí, por primera vez en su vida, le explicaron lo que era la resonancia magnética nuclear aplicada al estudio de proteínas, es decir, el método para determinar estructuras dinámicas de proteínas y poder diseñar fármacos para curar patologías. Cuando terminó la cursada, sacó dos conclusiones: la primera, que quería ser científico. Y la segunda –terminante- era que de ninguna manera iba a dedicarse a la resonancia magnética nuclear. “No entendía nada”, recuerda. Cuando rindió el final de la materia –“no sé cómo aprobé”- lo llamó su profesor, un pope de la química orgánica en la Argentina, y le ofreció una beca para trabajar en resonancia magnética nuclear. Fernández, fiel a su convicción primaria, le respondió que muchas gracias pero no. A la semana siguiente, el profesor volvió a insistirle. Fernández agradeció nuevamente la gentileza, pero le pidió que le avisara si tenía alguna vacante en enzimología. Nada de resonancia magnética nuclear. Pero hubo un tercer llamado que, como todas las terceras veces, fue la vencida: su profesor le ofrecía presentarse a una beca del CONICET. “Hoy –dice- todo lo que he logrado se lo debo en gran medida a la resonancia magnética nuclear. Era algo a lo que no me iba a dedicar en mi vida y terminé dedicándome a tiempo completo”.

Pronto vinieron las estadías en Estados Unidos, Italia y Alemania. Allí, en el Instituto Max Planck de Biofisica Quimica de la ciudad de Göttingen, donde llegó invitado por una colega, hubo otro hecho que lo marcó: una especie de epifanía. Ni bien llegó al prestigioso instituto alemán, mientras se ponía a tono con los experimentos allí en curso, tuvo una idea. “Se me ocurrió, ¿a dónde podríamos llegar si a esta proteína con la que están trabajando y pareciera estar involucrada en la patología del Parkinson la estudiamos en detalle por resonancia magnética nuclear?”. Fernández fue más allá, y pensó que si lograba determinar la estructura de esta proteína, se abriría una puerta importante “porque si vos te querés proteger de alguien necesitás saber cómo es, y si sabés cómo es, si logras conocer cuál es su talón de Aquiles, entonces tenés gran parte de la batalla ganada”, razonó en ese momento. Se le ocurrió, entonces, plantearle su idea al director del Instituto Max Planck. Sus nuevos compañeros lo escuchaban y creían que estaba loco. Su mujer, en cambio, lo alentaba para que pidiera una reunión con las autoridades. Eso hizo, y el resultado, fue “alucinante: me dijeron que le dé para adelante, total, no perdíamos nada. Esa charla fue la que originó esa línea de investigación en el Instituto Max Planck de Göttingen, y la misma que hizo posible que hoy tengamos el Laboratorio Max Planck de Rosario. Yo siempre digo: no me considero un tipo brillante, me considero un tipo perseverante y curioso. A mí con la perseverancia y la curiosidad me alcanzó”.

Es que después de ese comienzo auspicioso, la Sociedad Max Planck, decidió abrir uno de los poquísimos y estratégicos laboratorios asociados que tiene en el mundo, nada menos que en la ciudad de Rosario, y dedicado especialmente a la biología estructural, química y biofísica molecular. Por supuesto, con Claudio Fernández repatriado y al frente. Se adquirió, para ello, el equipo de Resonancia Magnética Nuclear que hoy brilla bajo su despacho, el más potente y sensible de la Argentina, montado con tecnología de criosonda, para investigar la estructura de biomoléculas directamente en el interior de las células. El laboratorio se convirtió en uno de los pocos en el mundo especializado en la técnica de “In Cell RMN” (Resonancia Magnética Nuclear en células vivas), una herramienta fundamental para el descubrimiento de fármacos en fase pre-clínica.

Unos años antes, exactamente en 2009, el equipo de Fernández forjaría un descubrimiento muy importante en el campo de las enfermedades de Parkinson y Alzheimer, lo que les valdría publicaciones en revistas científicas prestigiosas del mundo: después de estudiar durante varios años la formación de fibras de alfa sinucleína, que lleva a la muerte neuronal en el Parkinson (similar al del Alzheimer), el grupo identificó una región de esos agregados que permitiría diseñar racionalmente fármacos capaces de interrumpir el proceso que desencadena la enfermedad.

“Siento que hoy le dejo al país algo muy concreto, algo que no es poco. Estamos dejando un desarrollo tecnológico, una manera de hacer ciencia en el área de descubrimiento de fármacos que antes no existía. Se lo digo a mis hijos siempre: la ausencia de papá tiene que ver ciento por cien con todo esto. Me cuesta mucho salir de mi ausencia como padre”. Desde que está al frente del instituto, Fernández está, de viernes a domingo, con su familia en su casa en Villa Soldati. Los otros cuatro días viaja a Rosario, adonde vive en una pensión para estudiantes para trabajar en el laboratorio Max Planck que dirige. “A pesar de que no tengo ningún reproche de mis hijos me doy cuenta que su infancia es algo que he perdido, que no he disfrutado y que no hay vuelta atrás: por eso preferiría que mis hijos no sean científicos; porque en la pasión arrastrás a la familia y eso no está bueno”, admite Fernández.

-¿Por qué en Rosario y no en Buenos Aires? ¿No era más fácil si el Max Planck se instalaba en la misma ciudad donde vivís?

-Yo lo dije claramente antes de volver del exterior: si la propuesta era en Buenos Aires a la Argentina no volvía. Como fue en Rosario, volví a la Argentina repatriado, porque para mí eso tiene que ver con federalizar la ciencia en serio. Si nos cansamos de decir que hay que federalizar la ciencia, la enseñanza y el conocimiento, ¿para qué nos vamos a instalar todos en Buenos Aires? Pero no puedo hacer que mi familia se desarraigue para venir a vivir acá. Me tengo que esforzar yo, ellos ya se han esforzado bastante.

La frustración hace la fuerza

Una madre frustrada. Todo en la trayectoria de este director del Laboratorio Max Planck de Rosario, bioquímico, farmacéutico, investigador del CONICET y científico repatriado comenzó con el sueño trunco de su madre: ser profesional. “Mamá siempre quiso estudiar algo relacionado con la medicina o la bioquímica, pero le dijeron que la mujer estaba para preparar la comida y para tejer y la mandaron a hacer un curso de corte y confección”. Y ese legado de lo no realizado -una herencia en vida- se trasladó hacia el primogénito de la familia.

Durante su infancia, en la casa de Claudio Fernández, como no había dinero ni para remedios, su padre le daba una cura mágica: te con limón. Esa infusión fue la que le despertó la vocación científica: “Yo veía que cuando mi viejo le ponía limón al té cambiaba de color, entonces empecé a hacer experimentos en casa. Jugaba con esas cosas, por ejemplo, le agregaba limón al vino para ver qué pasaba”.

Como la dictadura militar persiguió y desapareció al hermano de su madre, militante político, la familia Fernández se mudaba de casa en casa y cada dos por tres recibía llamadas telefónicas amenazantes. “Mi vieja era y es una persona muy comprometida. Decía, por aquellas épocas de desapariciones que `por cada uno de los pibes a los que le hagan esto tenemos que meter otros 30 pibes más en la universidad`. Mi viejo en cambio, asustado por la situación, me sacaba de casa, me llevaba a jugar al fútbol, me alejaba de los libros y de la lectura”. Claudio tenía condiciones para el deporte: jugaba en San Lorenzo de Almagro, y años después, cuando viviría en Alemania becado para estudiar, llegaría a la liga regional de Alemania. Pero el fútbol en su vida nunca pasaría a ser más que un hobbie. Lo suyo era el estudio. “Mi vieja era la que me compraba revistas para incentivarme en la lectura, eso se lo voy a agradecer siempre”.

Cuando terminó la secundaria sus padres le dijeron que lo apoyarían con los estudios terciarios; él se anotó en dos carreras: Farmacia y Bioquímica. El apoyo de sus padres consistía en costearles los gastos del colectivo de ida y vuelta hasta la universidad, darle una botellita de agua y un pebete de salame y queso por día. Durante los cinco años de carrera, Claudio salía de su casa a las 8 de la mañana, cursaba hasta las 11 de la noche, y cuando volvía al hogar cenaba y se acostaba, para volver a despertarse a las 3 ó 4 de la mañana, estudiar y luego volver a iniciar la jornada de cursadas hasta la noche. El hogar familiar: una cocina pequeña, comedor “con un ventanal grande lleno de agujeros donde hacía más frío adentro que afuera”, habitación de los padres, baño “que se caía a pedazos”, y habitación de Claudio y sus dos hermanos menores. “Mis hermanos no saben lo que es dormir sin la luz prendida. Yo estudiaba de madrugada, mientras ellos dormían cerca mío”.

Entremedio, cuando ya estaba avanzando en la carrera, los fines de semana trabajó haciendo guardias, que le permitieron ahorrar para construir y reformar los ambientes de la casa de su familia. “Yo no sabía lo que era ir a bailar, por ejemplo, porque la tenía que pichulear como podía. Me metí en el centro de estudiantes no por convicciones políticas sino porque necesitaba los apuntes gratis. No tenía ni para comprar los libros”.

Hoy, ya como profesional y científico consagrado, Fernández sigue viviendo en el mismo barrio en el que se crió: Villa Soldati. “Para mí hay mucho laburo para hacer ahí”. Estar con la gente de su barrio, dice, le permite tomar conciencia y recordar de dónde viene, mantener su esencia. “Es importante que los que venimos de abajo logremos cumplir nuestro objetivos. Cargamos una mochila pesada por nuestro origen social y tenemos una sensibilidad que otros no tienen; por eso somos los que mejor comprendemos lo importante que es ejecutar este tipo de proyectos –dice-, como País Ciencia”.

Ciencia al alcance de todos

La Plataforma País Ciencia es un Proyecto de Desarrollo Tecnológico y Social (PDTS) que forma parte del Programa de Promoción de Vocaciones Científicas (VocAr) del CONICET, creado en 2014 bajo la dirección de Fernández y con el apoyo de la Subsecretaría de Gestión y Coordinación de Políticas Universitarias (SGCPU) del Ministerio de Educación de la Nación, la Universidad Nacional de Rosario (UNR) y la Fundación Medifé. Se ideó con el fin de dar charlas y talleres a alumnos y docentes en sus propias escuelas: llevando la ciencia al interior, a los barrios y las aulas.

¿Cómo surgió la propuesta? Un día de 2013, Fernández fue a dar una de sus charlas sobre deporte y ciencia a la Villa 31. Al terminar, se le acercó un chico de 17 años con su hija de dos años y su novia, de 15.

-Muy linda la charla flaco, pero fijate esto -recuerda Fernández que le dijo el chico. Abrió una puerta, y le mostró lo que había en el fondo del lugar: una montaña de basura rodeada por agua podrida-: nosotros vivimos con esta otra realidad.

“En otras palabras –recuerda Fernández- me dijo `enseñame un conocimiento que me permita vivir mejor mi vida cotidiana`. En ese momento pensé que había que hacer algo urgente. Esa anécdota me marcó profundamente. Soy un tipo muy sensible, vengo del barrio que te da sensibilidad. Por eso cuando pasa algo así me replanteo de qué sirve todo tal y cual lo hacemos desde los laboratorios”.

En el primer mes y medio de difusión de las charlas de País Ciencia, en 2014, Fernández y su equipo recibieron 36 proyectos y visitaron trece ciudades, entre ellas Venado Tuerto, Cañada de Gómez, Helvecia, Laguna Paiva, Rosario y Santa Fe. “País Ciencia es primero ir y explicar lo que es el proyecto, segundo hacer una actividad de divulgación donde desmitificamos la imagen del científico –explica Fernández-. Y después nos quedarnos con los pibes ahí. Porque en el después es cuando surgen las mejores cosas”.

¿Cuál es la importancia de la Plataforma? Fernández destaca el hecho de que los estudiantes puedan hacer pasantías que los acercan directamente con lo que es el quehacer científico. “Un pibe viene al Max Planck, hace una pasantía de tres semanas y sale diciendo `quiero hacer bioquímica como Claudio` o ´yo la verdad la biología pensé que era otra cosa`. Eso redunda en que después ese mismo pibe no se cambie de carrera, que tenga más definida su vocación. Porque ahí perdemos vocaciones y dinero todos”.

Pero su rol como divulgador no termina ahí: la esposa de Claudio es profesora de secundario, y los fines de semana por su casa desfilan los alumnos para informarse de las diferentes carreras. Él los recibe con pasión. “El país necesita ingenieros. ¿De dónde los vamos a sacar, sino es de ellos?”, dice.

Una de las charlas que el investigador da en País Ciencia se llama “La ciencia del fútbol”, y es un homenaje a su padre. “El fútbol es el deporte más popular de la Argentina, y si querés democratizar la ciencia, el deporte es una buena temática para demostrar que hay ciencia en todas partes -asegura-. Yo ahí explico las razones por las que la pelota no dobla, o les cuento a los chicos que hay un componente psicológico cuando un arquero se tira a atajar un penal”.

A pesar de su éxito como científico y como directivo en la carrera académica, según dice, País Ciencia le dio alegrías que no le han dado el Max Planck, ni sus otros logros en materia de investigación. “Tener pibes de la Villa 31 que hoy estén haciendo Biotecnología en Quilmes o Bioquímica en la UBA lo paga todo. Esas satisfacciones –admite Fernández- no hay publicación en revista internacional alguna que te la dé. Es, a mi entender, lo mejor que te puede pasar como científico”.

 

*Claudio Fernández dará la charla “Leyes y principios de la Fulbociencia” el domingo 26 de abril de 15 a 16 horas en la Sala Victoria Ocampo del Pabellón Blanco de la 41º Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

Por Sergio Patrone Firma Paz y Cintia Kemelmajer

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