DETRÁS DE ESCENA DE LA CIENCIA

“Pepe” Corvalán: secretos de un glaciólogo en la montaña

Como personal de apoyo del IANIGLA en Mendoza, realiza las tareas encomendadas para el “Inventario de Glaciares”: una tarea atípica y sacrificada.


A Ernesto Corvalán, de 52 años, miembro de la Carrera del Personal de Apoyo del Instituto Argentino de Nivología, Glaciología y Cs. Ambientales (IANIGLA) de Mendoza, todos lo conocen como Pepe. Hijo de un padre agrimensor “muy didáctico”, ya de niño -a los 8- el pequeño Pepe lo acompañaba a su padre al campo para hacer mediciones. “Esas salidas eran verdaderas lecciones de topografía”, recuerda él, “ahí aprendí todo: desde las cosas básicas hasta los secretos. Mi papá siempre me decía que un buen topógrafo y uno mediocre saben lo mismo, pero que lo que distingue uno del otro son los detalles”.

Corrían los años `90 y cuando las palabras rafting, aladelta, 4×4 y turismo aventura aún no estaban de moda, Pepe fue pionero en ofrecerlas a los turistas en la tierra del vino. Su primera salida al campo fue en una expedición al Aconcagua para turistas. Así comenzó su acercamiento a la montaña, aunque no terminaba de convencerlo: “Para los turistas ur a la montaña era lo mismo que ir a un museo, en cambio yo sentía a la montaña como una cuestión más profunda, más solitaria”. Al tiempo surgieron contratiempos personales: su padre murió y Pepe decidió irse de viaje. A su regreso, ingresó a trabajar como topógrafo en una empresa; luego pasó al ámbito público, como inspector de topografía de la provincia de Mendoza; hasta que apareció la posibilidad de ingresar al IANIGLA y salir a la montaña pero ya no con turistas: de ahí en más, las salidas a la naturaleza las haría acompañado de científicos.

 

Expediciones científicas

“Me gustó ese plan de aprendizaje con los que escriben los libros: ese trabajo funcionó perfectamente para mí”. Pepe comenzó haciendo topografía: hacía mapas combinando el ingenio con las matemáticas y el uso de un teodolito. “Hoy, con el GPS, eso ya quedó obsoleto: ahora todos somos cartógrafos”, bromea. Lo que hacía eran mapas de los glaciares, para georreferenciar de dónde habían sacado la muestra los científicos que acompañaba. Su tarea era organizar al grupo de investigadores, tener identificados los lugares donde poner los testigos, cocinarles, armar el campamento y portear los equipos. Pepe era jóven, y dice que por su edad, lo mandaban a los lugares más recónditos. Eran períodos solitarios y exigentes, en los cuales se medía con su acompañante fiel: la montaña.

Su trabajo tomó un vuelco cuando, un día de 2010, en el Congreso de la Nación se aprobó la ley 26639. Mientras los legisladores levantaban la mano y daban quórum de mayoría a la medida, Pepe, desde Mendoza, no sabía que su trabajo cotidiano estaba por cambiar. Pero pasó: la ley de Protección de Glaciares propuso entre sus fundamentos “conocer el número, área y distribución espacial de los cuerpos de hielo argentinos, para estimar las reservas hídricas en estado sólido existentes en las diferentes cuencas andinas y conocer la capacidad reguladora de dichos cuerpos sobre los caudales de nuestros ríos en condiciones climáticas extremas”. Más concretamente, en su artículo tercero, esa ley establecía la creación de un “Inventario Nacional de Glaciares”, para individualizar todos los glaciares y geoformas periglaciares que actúen como reservas hídricas existentes en el territorio nacional con toda la información necesaria para su adecuada protección, control y monitoreo. El objetivo principal consistía en identificar, caracterizar y monitorear todos los glaciares y crioformas que actúen como reservas hídricas estratégicas en la República Argentina, establecer los factores ambientales que regulan su comportamiento, y determinar la significancia hidrológica de estos cuerpos de hielo a la escorrentía andina. Pepe sería uno de los que participaría de la confección de ese inventario.

Su rutina laboral, desde entonces, cambió mucho. Antes iba de campaña solo dos o tres veces por año: de ahí en adelante, llegó a subirla, en un año, once veces. Pasó a ser uno de los colaboradores del inventario dentro del IANIGLA. “Fue una inyección anímica para la ciencia”, dice. Pasó por varias etapas: la de encargarse de la imagen satelital, la de seleccionar las zonas para hacer el estudio glaciológico y la de ir de campaña al glaciar in situ. En el caso de Pepe, fue a ver cuánta nieve se junta en invierno, y cuánta se derrite en verano a glaciares de Patagonia Sur, de Bariloche y de San Juan.

 

La aventura de ser glaciólogo

Como todos podemos suponer, salir de campaña, asegura Pepe, es una aventura. Pero él advierte: “Te tiene que gustar”. La ocupación, dice, es muy exigente físicamente, tiene riesgos, adrenalina y períodos de total desconexión con el mundo. Pepe tiene una familia –mujer y cuatro hijos chicos- que lo apoyaron siempre a la distancia. “Yo volvía de campaña y todos mis hijos se sentaba a mi alrededor, veíamos las diapositivas que habíamos sacado y yo les contaba sobre los lugares… me sentía un héroe. Ahora, que ya están más grandes –confiesa entre risas-, ya no quieren escuchar mis historias. La cosa cambió”.

En el derrotero de campañas de la vida de Pepe, hubo principios de congelamiento, caídas en grietas y hasta un naufragio por el Canal de Beagle. Habían estado ocho horas andando con los científicos, después habían bajado en un gomón y habían nadado trescientos metros para aproximarse al punto de medición, pero la vuelta fue casi heroica. “En esos momentos no soy miedoso, después, una vez que pasa el estrés, sí lo siento”.

Una de esas veces, casi se queda sin contarlo. Fue hace algunos años, en Mendoza, en una campaña que emprendió, entre otros científicos, con una bióloga. Querían ver si un río estaba contaminado. Iban con dos camionetas: una -en la viajaba la bióloga- la manejaba Pepe. En la otra iba el resto del equipo. Tenían que cruzar un pequeño río, pero como el agua estaba baja de ida no tuvieron problema: lo lograron rápidamente. El problema fue en la vuelta: el río había crecido. Antes de cruzarlo, la bióloga pidió cambiarse de camioneta. A Pepe le pareció extraño, pero no se opuso. Cruzó, primero, el otro vehículo. Y cuando se disponía a cruzarlo él, solo con su camioneta, el agua comenzó a colársele por las ventanillas del vehículo y por todos lados: en un santiamén le llegó a las rodillas. El problema era que su camioneta no tenía combustible, y el tanque vacío hacía que no tuviera peso, y por ende no flotara. De un momento para el otro, el vehículo se fue hacia el fondo. Pepe salió nadando, pero todavía faltaba salvar al auto. Así que volvió a sumergirse y lo llenó de piedras. Logró engancharlo y lo sacó. Respiró aliviado. Cuando logró cruzar y llegar a la otra orilla, la bióloga lo esperaba con una confesión: “Disculpá que me haya cambiado de camioneta –le dijo-, pero ayer soñé que acá iba a tener un accidente, por eso decidí cambiarme”. Por fortuna, Pepe pudo sobrevivir para contarlo.

Hubo otras anécdotas trágicas: como aquella vez en 2011, que en plenos hielos continentales, se cayó en una grieta. “Esa vez –recuerda- había llegado al límite del calambre por caminar tanto: por eso me caí”.

Hoy en día, después de tantos años de trabajo, para Pepe la montaña es casi una herramienta terapéutica. “Me despeja, me hace sacar las broncas”, dice. Y agradece que su trabajo, tan alejado de la rutina de cualquier otro trabajador del IANIGLA, le permita haber conocido a los científicos de cerca, tanto que los cuenta entre su círculo de amigos íntimos. “El mío no es un trabajo de oficina, por eso, con los investigadores, somos, más que compañeros, verdaderos hermanos”.

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