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En el ambiente intelectual de los años 90 del siglo XIX conviven el optimismo y la fe en el progreso con una sensación de amenaza y crisis. El tenaz optimismo, que podía observarse sobre todo en los círculos intelectuales cercanos al gobierno, abrevaba en una arraigada tradición rioplatense: la del destino manifiesto de las pampas al progreso. Se pensaba que las disputas políticas se habían superado y que el desarrollo económico llevaría al 'progreso moral', se confiaba en una experiencia única protagonizada por la sociedad argentina. Sin embargo, la ufanía de los sectores intelectuales ante el progreso se trastocó hacia 1890 en cierta incomodidad acerca de los nuevos estilos de vida, de la incorporación de las masas, de lo que consideraban un plebeyo predominio de los valores materiales. Las transformaciones que vivió el país a partir del último tercio del siglo amenazaban los cimientos simbólicos (y no sólo simbólicos) de aquella sociedad tradicional que estos sectores con actitud desafiante habían querido dejar atrás, pero que ahora miraban de soslayo como sospechando que junto con ella peligraban las fuentes de su predominio. La contracara del optimismo es la actitud alarmada frente a la modernización que se generaliza entre los intelectuales de diversas adscripciones: Lucio V. Mansilla, Paul Groussac, José Antonio Wilde, Vicente Quesada, José María Ramos Mejía, Miguel Cané. La queja era común al mundo intelectual europeo: Renan criticaría las exhibiciones industriales de París. Esta actitud ambivalente constituye el estado de ánimo que se respira en el viaje de Groussac. Las contradicciones frente al fenómeno de la modernización, la lucha entre determinismo y confianza, el biologicismo, los rastros de la cultura cientificista en el discurso, son algunas de las preocupaciones que guiaron la lectura del viaje de Groussac

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