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Todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas. Con este epígrafe de Isak Dinesen, Arendt comenzaba, en La condición humana, su capítulo Acción, capítulo en que la autora terminó de dar forma a la estrecha relación que su planteo teórico establecía entre acción y espacio de aparición, es decir, entre la palabra y los gestos públicos por un lado y la capacidad de reconocimiento mutuo y de lo real en un espacio de intersubjetividad por el otro. En este capítulo muestro como el epígrafe alude indirectamente al proyecto general de Arendt, un proyecto casi estrictamente biográfico: el de narrar la historia del totalitarismo y de su otro, la capacidad humana de comenzar, de introducir la novedad en la sucesión, de negar el supuesto totalitario de que el devenir humano puede ser conocido desde afuera y en su totalidad. El totalitarismo era, para Arendt, una fuerza destructiva que amenazaba a la condición humana mediante la radicalización de elementos característicos de la sociedad de masas, elementos como la soledad (loneliness), la alienación del mundo, la tendencia a aceptar explicaciones ideológicas de fenómenos sociales y la conversión de los hombres y mujeres en meras cifras de elementos superfluos, desplazables, descartables, administrables. La condición humana fue, entonces, la reconstrucción del mundo que Arendt intentó hacer para tratar de soportar la amenaza del totalitarismo y la sociedad de masas. Esta reconstrucción de un mundo terminó, para los lectores de la pensadora, por convertirse en una idea general vida pública de una consistencia teórica notable. De todos modos, en este texto trataremos de completar aún más este modelo incorporando, a una concepción mayormente espacial de la experiencia intersubjetiva, una dimensión temporal solo tácitamente presente en la teorización arendtiana de la acción y el juicio políticos.

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