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En su manuscrito sobre La cuestión de la guerra, escrito probablemente en 1956 o 1957, Hannah Arendt refiere el hecho de que no obstante haber sido la de Troya una guerra de aniquilación que terminó con la completa destrucción de la ciudad, es de decisiva importancia que el texto homérico incluya en su relato a los vencidos, recoja la grandeza heroica de Héctor tanto como la de Aquiles, y reconozca en todo su dramatismo la causa troyana, tanto como la griega. Esta imparcialidad del canto homérico, lo sustrae de la mera autoglorificación para inscribirlo en un espacio más complejo, que registra también el punto de vista del otro -y hasta canta su gloria-; en el que la narración se sobrepone al odio y al interés para exponer las cosas humanas con libertad de juicio, pues los episodios de los hombres se dejan pensar de muchas maneras. Se trata, dice Arendt, del origen de la historiografía pero además de la pólis y la política (y con ellas de Occidente), que tendrían así su matriz en esta imparcialidad homérica. En 1952 -esto es cuatro o cinco años antes que el ensayo de Arendt-, Borges escribió un texto breve -que consta en Otras Inquisiciones- llamado El pudor de la historia, cuyo inmediato argumento es que las fechas esenciales de la historia suelen ser secretas e inaparentes como tales, y en ningún caso las que los gobiernos fabrican o simulan con acopio de previa propaganda y de persistente publicidad. La historia, pues, sucedería sin revelar su significado, oculta en la incomprensible empiricidad. En ese texto, Borges presenta un argumento que resulta muy semejante al de la imparcialidad en los cantos homéricos, considerados por Arendt no sólo como un episodio esencial de la historia sino incluso como su origen mismo. Este trabajo analiza esa extraña comunidad y las diferencias esenciales en su interior.

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