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Hacia la década de 1950, el proceso de industrialización encarado en los años anteriores había conducido a una evidente dinámica cíclica de la economía nacional: la necesidad de incorporar insumos, productos semielaborados, equipos y repuestos del exterior daba rápido origen al déficit comercial. Se sumaban a ello las compras externas de energéticos, dado que la oferta local de derivados del petróleo no alcanzaba a cubrir la demanda del mercado interno. Así, las importaciones mostraban una elevada elasticidad respecto al crecimiento manufacturero y superaban el monto de exportaciones, casi estancadas durante lustros. El ahogo de divisas daba origen a sucesivas devaluaciones de la moneda, lo que provocaba un reacomodamiento de precios relativos y el alza de los costos, que se manifestaban a su vez en la aceleración de la inflación.La inflación y el déficit externo resultaban la manifestación más palpable de las trabas de la estructura económica y se erigieron como los problemas a resolver de manera más urgente. Con esta preocupación, las propuestas ensayadas por los gobiernos que siguieron tras la experiencia peronista pusieron en el centro de sus esfuerzos ?aunque con innegables particularidades? la profundización de la estrategia de industrialización sustitutiva. El impulso a los sectores productores de bienes de consumo durable primero y de bienes de capital e insumos manufactureros después se visualizaba como el camino para solucionar el patrón cíclico de inestabilidad macroeconómica. En el mismo sentido, se procuró avanzar en el autoabastecimiento de hidrocarburos cuyas importaciones configuraban el principal renglón del déficit comercial en esos años, e incrementar la producción agropecuaria a fin de expandir las exportaciones. El Banco Central de la República Argentina (BCRA) no podía permanecer ajeno a la orientación de la estrategia económica general, que osciló entre la búsqueda de estabilidad y la promoción del desarrollo.