CIENCIAS EXACTAS Y NATURALES
La historia de la casa de cristal y el teléfono que todo lo sabe
Un investigador del Consejo habla sobre cómo se infravalora la información que se produce con teléfonos e Internet y cómo puede afectar a los ciudadanos.
Marx decía que no se trata de pensar el mundo sino de transformarlo. Pero ¿hasta qué punto los seres humanos modificaron su entorno sin detenerse a pensarlo, y por ende a entenderlo? El investigador asistente del CONICET, Gerardo Simari, quien trabaja en el Instituto de Ciencias e Ingeniería de la Computación (ICIC, CONICET-UNS), reflexiona sobre las prácticas vinculadas con la Internet, las telefonías móviles, y demás recursos tecnológicos que están actualmente incorporadas, y cómo el desconocimiento de su funcionamiento vuelve vulnerables a los usuarios a niveles impensados.
Juan activa su GPS en el celular, revisa sus mails desde el mismo dispositivo, se registra en redes sociales en donde le permite a la aplicación tener acceso a sus contactos, sube fotos a Facebook y expresa su opinión política en Twitter. Este es el mismo Juan que luego acude a su banco a sacar tarjetas de crédito en donde deja asentados sus datos y que luego se dirige a algún supermercado, el cual le ofrece una tarjeta de puntos que almacenará en una base en qué gasta Juan su sueldo, qué es lo que consume, qué come y cuáles son sus gustos. La pregunta es: ¿Qué pasa con todos estos datos? ¿Para qué, por ejemplo, Angry Birds pediría tener acceso al GPS? ¿Por qué Facebook solicita que se incluya la localización? Quizás un pequeño ejemplo permita vislumbrar las dimensiones de que empresas tengan información de los usuarios que en primera instancia se presenta como inofensiva:
En 2009 Malte Spitz, miembro del Partido Verde Alemán, pidió a su compañía de teléfono que le mandara los datos que tenían sobre él. Algunas demandas más tarde Malte recibió un CD con un Excel de treinta mil líneas (como Guerra y Paz de Tolstoi, pero multiplicado por tres). El documento sólo comprendía seis meses de información que fueron entregados por él a una agencia de visualización de datos, los cuales sumados a la información obtenida de las distintas redes sociales y blogs de libre acceso pudieron conformar un mapa virtual, algo así como un diario de la vida de este funcionario. En él se puede ver cuándo Malte viajó en avión, con quién se comunicó, quién lo llamó, cuánto tiempo duró esa conversación, cuándo comió o durmió, quién le mandó mensajes y qué decían esos textos.
El motivo de esto es que Malte, como casi todas las personas de esta era, tiene en su bolsillo un celular que cada cinco minutos hace “ping” a la antena más cercana y le pregunta: “¿Hay algún WhatsApp para mi?” “¿tengo algún correo?”. El teléfono, desde la comodidad de un pantalón o una mochila, todo el tiempo está diciendo “estoy acá”, “ahora estoy allá” o “ahora me vine más acá”.
“Los celulares son esencialmente dispositivos de radio como los handys o los que usan los taxis para comunicarse con la central, y lo que hacen es conectarse con la antena más cercana, por lo que las empresas de teléfono saben qué celular está conectado a qué antena, y esos datos quedan almacenados en una base”, detalla el investigador.
Radiografía de la realidad
Simari hace una introducción rápida al mundo de datos de hoy. En primer lugar narra que el acceso a Internet es cada vez más común en la población de países con diferentes grados de desarrollo. Se estima que un 40 por ciento de la población mundial tiene acceso, mientras que en 1995 era sólo el 1 por ciento.
Por otra parte el fenómeno de “la nube” (the cloud, en inglés), posibilitado en parte por el punto anterior y también por el desarrollo de tecnología inalámbrica, se extendió a la mayoría de los usuarios: Gmail (y otros servicios menos populares de correo pero también con grandes números de usuarios), documentos en línea (de nuevo, dominado por Google Docs, ahora Google Drive) o Dropbox (para compartir documentos y accederlos desde cualquier dispositivo), entre muchos otros.
El aspecto social estalló primero con Facebook y Twitter, y luego con otros servicios que permiten conectarse con otras personas para compartir contenido. Además, el desarrollo y abaratamiento constante de celulares con gran capacidad de procesamiento y almacenamiento, permitió que todo esto se una en el bolsillo de cada vez más usuarios. La realidad muestra que las personas están constantemente acumulando datos.
“No nos damos cuenta de la cantidad de información que producimos constantemente ni del valor que tiene. Los servicios que usamos todos los días no son nada gratuitos sino que estamos pagándolos con los datos que entregamos para usarlos. Para darnos una idea de esto basta recordar que Whatssapp fue comprada por Facebook a principios del año pasado por alrededor de 16 mil millones de dólares, cifra que se asemeja al PBI de muchos países pequeños y que equivale a mas de 30 mil dólares por hora durante un año entero”, detalla el investigador.
En tiempos pretéritos existió información almacenada que posteriormente sirvió para atentar contra la privacidad y hasta la vida de las personas, porque nunca se sabe cómo puede ser usada. Por ejemplo, en Holanda se hizo un censo que incluía religiones: querían saber cuántos protestantes había, cuántos católicos y cuántos judíos, para determinar cuánto dinero debían darle a cada comunidad, a cada iglesia, o sinagoga. ¿Pero qué pasó finalmente con estos datos? Lo que ocurrió es que cuando llegaron los nazis tenían todos los deberes hechos: solo el 10 por ciento de los judíos holandeses sobrevivió a la segunda Guerra Mundial. Si esa base de datos no hubiera existido, probablemente la cifra habría sido muy distinta. Otro caso digno de mencionar se dio hace un año y medio, cuando el gobierno de Ucrania mandó un mensaje de texto a unos manifestantes que decía lo siguiente: “ha sido usted registrado como participe de una manifestación ilegal masiva”.
“Seguramente, esto lo supieron porque cada teléfono en la plaza profería esa información”, explica Simari.
Todo lo que quería saber de Internet y nunca se animó a preguntar
Juan decide comprarle a su novia unas zapatillas, abre su navegador y comienza la búsqueda. Después abre su casilla de mail y ve con cierto asombro que los costados de esa página están plagados de publicidad del calzado que había buscado anteriormente. ¿Por qué ocurre eso? Pues bien, Simari explica que se trata de que la página guarda las cookies, que son “pequeñas porciones de datos que almacenan los navegadores, que además de ser útiles para guardar el idioma en el que se navega y personalizar la experiencia del usuario, pueden ser accedidos por servidores de publicidad para decidir qué mostrar. Hay formas de configurar los navegadores para que evitar esta explotación de los datos personales, pero la gran mayoría de las personas poco conocen de ello o no están dispuestas a aprender a usarlas”.
Cuando Juan se aburre también invierte tiempo en instalarse la aplicación de Angry Birds la cual le pide acceso a su GPS. Simari explica que esto puede ser requerido para usos inocentes como avisar cuando hay amigos cerca o mostrar puntajes máximos por ciudad, por ejemplo, como así también para fines netamente comerciales como vender los registros de ubicación a compañías que se dedican a aglomerar información para obtener un perfil y después bombardear el usuario con publicidad específica.
Aunque un ciudadano no sea una personalidad destacada, cada perfil esta ahí esperando por ser visto. Nadie puede saber cuándo le cambia la suerte y se convierte de repente en alguien famoso.
El problema no son las empresas que son malas guardando datos, no son los gobernantes que puedan aprovecharse de ello, el problema es que esa información vuelve a las personas vulnerables de una manera que ahora mismo ni siquiera se puede predecir.
De momento vivimos sin tener conciencia de ello: vivimos a la vista de todos, sin notarlo, en casas de cristal.
Por Jimena Naser