MUNDIAL DE FÚTBOL

“El Mundial es una oportunidad para hacer caer los prejuicios sobre Rusia”

El historiador del CONICET Martín Baña, especialista en Rusia, reflexiona sobre las posibilidades que da la actual coyuntura para conocer el país.


Por estos días, cuando Martín Baña mira algún partido de fútbol del Mundial de Rusia sufre en silencio. Y no por el resultado del juego que se esté transmitiendo, ni siquiera si la que va perdiendo es la propia selección argentina. Como investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) especialista en Historia de Rusia, lo que a él le preocupa es que parte de lo que se está diciendo en los medios masivos está teñido de un prejuicio tan arcaico como arraigado: la supuesta idea de que el país es exótico y diferente. “Y en realidad –se apura en señalar el científico-, Rusia es una nación que comparte muchísimas cuestiones con Europa y el resto de lo que conocemos como ‘mundo occidental’”.

Para Baña, el Mundial debiera ser, justamente, “la oportunidad para dejar de lado ese prejuicio. Pero no hay nada nuevo: muchos de los que están yendo allá, en vez de dejarse sorprender por lo que ven, están confirmando el estereotipo”. Lo cierto es que no estamos cometiendo un pecado moderno: la falsa idea de lo exótico viene, según cuenta el historiador, de los siglos XIII y XV, época en la cual Rusia fue invadida por los mongoles y pasó casi dos siglos bajo poderío de los tártaros. “Como ellos provenían de Oriente, eso dio el pie a pensar que muchos problemas de Rusia, principalmente el atraso, se debían a esa invasión tártara, porque lo oriental siempre estuvo vinculado a lo bárbaro”. Con esa idea subyacente, muchos viajeros europeos, al volver de sus travesías, describieron en sus relatos a Rusia en los peores términos: tildando a sus pobladores de borrachos o de incultos porque no sabían nada de arte.

Una muestra de lo que señala el historiador es la primera traducción al inglés que se hizo del libro Las armas muertas, un clásico de la literatura rusa, en el que su autor, Nikolái Gógol, describía de forma satírica el sistema de servidumbre ruso. El traductor de esa novela dejó de lado la sutileza y decidió darlo a conocer como La vida cotidiana en Rusia, lo que no provocó otra cosa más que el refuerzo de ese viejo prejuicio y le otorgó, a una novela literaria, carácter etnográfico. “Cuando en el siglo XIX empezaron los estudios académicos, se tomó a Rusia con esa impronta, casi sin criticarla. Y en el siglo XX lo que reforzó ese prejuicio fue la Guerra Fría, donde Rusia encarnó `el mal` por ser comunista, mientras que Occidente encarnó ‘el bien’ por ser capitalista”, explica Baña. “Sin embargo, los contactos son enormes: en el comercio, la arquitectura, las artes y el pensamiento, no puede pensarse a Rusia sin Europa como no puede pensarse a Europa sin Rusia”.

En el siglo XIX, los propios rusos debatieron su lugar en el mundo: de un lado estaban los eslavófilos -que decían que Rusia debía mirar hacia adentro-, por el otro los occidentalistas -férreos defensores de el acento afuera-. Más tarde aparecerían los eurasianistas -unos convencidos de que Rusia debería ser una tercera vía entre Oriente y Occidente-. Rusia, al igual que en el presente, ya era un lugar periférico con aspiraciones de potencia. En el siglo XX el país conquistaría más trascendencia aún, al ser el lugar en donde triunfó por primera vez en la historia de la humanidad una revolución anticapitalista, al vencer a los nazis y al enviar el primer hombre al espacio. “Hasta Borges escribió poemas celebrando la Revolución Rusa”, señala Baña.

Finalmente, el discurso de los eurasianistas fue el que se arraigó y es el que hoy, explica el historiador, sustenta parte de la política del presidente ruso Vladímir Putin. “En su discurso, Putin postula a Rusia como un espacio diferenciado de Occidente, más cercano a Asia, y como el único que podría marcar un rumbo diferente, un lugar donde se protegen los valores tradicionales y de fuerte nacionalismo. Ese discurso le sirve para legitimar en parte sus políticas autoritarias, aunque en la práctica haga acuerdos prácticamente con todo el mundo”.

Por eso, cuando en las redes sociales hoy alguien postea con sorpresa que una fotografía callejera de Lenin convive con una publicidad de tarjetas de crédito, como si fueran antítesis, el historiador se sorprende. “En realidad, desde hace más de 20 años, al caer la Unión Soviética, Rusia fue arrasada por el sistema capitalista”, insiste. La década del 90, en ese sentido, fue la más abrupta: fue entonces cuando ingresaron a Rusia sin anestesia las privatizaciones, el desempleo y la inflación.

Travesías por Rusia

Baña viajó a Rusia tres veces durante su vida académica, por última vez el año pasado, al cumplirse el centenario de la Revolución Rusa. En esos viajes conoció Moscú y San Petesburgo, dos ciudades que le parecieron encantadoras y cosmopolitas, cada una a su modo. “Lo que más atraviesa a la sociedad rusa es el pasado comunista, que todavía está presente, aunque hace más de veinte años que se disolvió la Unión Soviética. Allá los mayores la extrañan, los de mediana edad no quieren saber nada con ese pasado y los millenials ni saben quién fue Lenin, tienen un desconocimiento total, porque se criaron en la Rusia capitalista. El centro de Moscú es obscenamente capitalista: hoy un edificio emblemático como el GUM se convirtió en un shopping de marcas carísimas. Aunque en la Plaza Roja –la plaza principal, que tiene al Kremlin como emblema- está la momia de Lenin, el líder de la revolución bolchevique. Esa tensión entre pasado y presente se respira en cada rincón del país”.

De San Petesburgo, Baña quedó deslumbrado por su modernidad, por el hecho de que se haya construido sobre un pantano y que se haya convertido en una de las ciudades más bellas del mundo. También le pareció que era muy caminable, casi como Buenos Aires. “Fue construida en 1703 con los mejores arquitectos, siguiendo el modelo de Amsterdam y Venecia. Es la capital cultural de Rusia. Los clásicos de la literatura rusa, como Fiódor Dostoyevski, vivían ahí. El cuadro del cuadrado negro de Kazimir Malevich también está ahí. También es la ciudad en donde se desencadenó la Revolución”. Moscú, en contraposición, le recordó aspectos de su pasado medieval y religioso. Es normal: las primeras noticias de su construcción se remontan al siglo XII. “Lo que me sorprendió de Moscú es que es enorme y las casas casi no existen, está llena de edificios monoblocks. Es la ciudad donde yo más me sentí que estaba en otro planeta”, confiesa, “y mirá que yo hablo el idioma cirílico. Pero no está preparada para el turismo extranjero. Ahí hay poca gente que habla inglés. Otra cosa que me sorprendió es su red de subtes, que tiene catorce líneas y las propias construcciones son palacios bajo tierra. Entre estación y estación hay cuatro kilómetros en promedio. Moscú, que fue la ciudad del comunismo, hoy es una ciudad apabullante con miles de cosas para ver y hacer”.

Se podría pensar que Baña estuvo tentado a viajar a Rusia en pleno afán mundialista, pero él lo desmiente: “No creo que sea una buena época porque Rusia de por sí es cara y me imagino que con el Mundial mucho más. Y yo nunca iría ahora… es verano y los archivos y las bibliotecas están cerradas”. Además, el historiador asegura que ni los propios rusos deben estar del todo contentos con el evento futbolístico. “Su deporte es hockey sobre hielo, porque están cubiertos de nieve ocho meses. Sus potreros son las canchas de hockey, imagínate”.

A los afortunados que sí hayan podido viajar al Mundial, Baña les da algunos consejos para vencer aquel prejuicio que los medios masivos siguen queriendo restaurar en los mensajes que transmiten: visitar la Galería Estatal Tretiakov en Moscú, que tiene lo mejor del arte ruso y una deslumbrante colección de íconos, como los cuadros de Malevich y de las vanguardias rusas. “Yo no me lo perdería”, suelta. O el Museo Hermitage, en San Petesburgo, con una colección de más de dos millones de piezas de arte de los zares. También el Museo de la Cosmonáutica en Moscú, o el Museo de la Segunda Guerra Mundial. Y por supuesto, la Plaza Roja y sus dos íconos: el Kremlin y la Catedral de San Basilio. “Un amigo ruso me contó que durante el Mundial los directores de museos de Rusia están sorprendidos porque nunca tuvieron tanto turismo, y tan pocos visitantes en los museos. Están decepcionados”, comenta. “Yo creo que sería una picardía estar en Rusia y no ver todo eso. Mejor dicho: yo les diría a los hinchas que no vayan a ver ningún partido. Que vayan a los museos y a las salas de concierto”.

Por Cintia Kemelmajer