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El derecho de resistencia no es reconocido como un derecho en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aunque forma parte de las primeras constituciones del siglo XVIII y aún está vigente en un puñado de constituciones contemporáneas. Sólo es reconocido como un último recurso más allá del derecho. En este capítulo se pretende recuperar algunas reflexiones propias de la matriz moderna de la resistencia, en las que encontrar ideas carentes de los tapujos de un momento histórico en el que el peso de la Segunda Guerra Mundial inclina la balanza hacia posturas conservadoras. El aporte de la matriz moderna es que nos responde, a su vez, con otro interrogante: ¿está democráticamente gobernado un Estado que de forma sistémica vulnera los derechos humanos? Si los consentimientos están condicionadamente concedidos allí donde las estructuras de gobierno son utilizadas para amparar la violación de los derechos humanos, dicha matriz nos permite concluir que el gobierno legítimo del pueblo ya no existe, sino sólo por sus formalidades exteriores. Por lo tanto, desde la perspectiva de la justificación de la resistencia o la desobediencia, no hay ningún inconveniente en afirmar la legitimidad de los procesos de enfrentamiento con el statu quo. Sin dudas hay grados. Ni la democracia ni la resistencia son elecciones de suma cero. Pero ello no impide seguir preguntándonos: ¿quién puede estar obligado a aceptar una ley o un procedimiento burocrático o judicial del que espera como resultado probable, cuando menos, el mantenimiento de su situación de opresión? En la respuesta a este interrogante se encuentran las vías por las que escapar de la complacencia.

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