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Una renovada tendencia mundial hacia la xenofobia y el racismo, como modos privilegiados de relación social, se impuso en 2018. Este avance de los neofacismos debe entenderse a la luz de la necesidad de las nuevas derechas de agregar voluntades y sumar votos mediante la apelación a un nacionalismo burdo y atávico, "contra la inmigración", para diferir así una crítica, necesaria y urgente, a las lógicas expulsivas y excluyentes en nuestras sociedades democráticas tardocapitalistas que éstas alimentan con sus políticas. Coincidiendo con el cierre de este capítulo, culmina un largo proceso de debate a escala global, iniciado en 2016 por la Organización de Naciones Unidas (ONU, 13 de septiembre de 2016), con vistas a establecer, por primera vez en la historia, dos marcos regulatorios a nivel mundial "de carácter no vinculante" para un tratamiento "respetuoso" y "responsable" de las migraciones "voluntarias" y "forzadas": respectivamente, el Pacto Mundial para las Migraciones seguras, regulares y controladas, cuyo texto final fuera aprobado el 13 de julio y formalmente firmado por más 150 países el 10 de diciembre en Marrakech (ONU, 10 de diciembre de 2018); y el Pacto Mundial sobre los Refugiados, cuyo texto final fuera presentado en septiembre de este año y debería ser firmado formalmente por los distintos países en las últimas semanas de 2018. A pesar de ser textos tímidos en materia de derechos y garantías para las personas en situación de movilidad, y de no implicar grandes compromisos para los Estados firmantes (entre otras cosas, por ser de naturaleza no-vinculante), algunos Estados "canallas" (Derrida, 2005) decidieron no adherir abiertamente, en consonancia con sus políticas xenófobas y de des-derecho. Estos pactos han sido una oportunidad perdida, aun si ya adhirieron más de 150 Estados a la firma del primero, pues su discusión se dio en un contexto político negativo dominado por el avance de gobiernos de derecha (cuya única dimensión soberanista y nacionalista pareciera consistir en la "anti-inmigración") y porque se dejaron de lado importantes demandas de la sociedad civil, desconociendo así estándares que ya alcanzados, por ejemplo, en Suramérica. La falta de compromiso de algunos Estados en nuestro continente (EEUU, Chile, República Dominicana y, eventualmente, Brasil cuando asuma el gobierno del presidente electo J. Bolsonaro) es particularmente grave en el contexto de la crisis migratoria de venezolanos, hondureños, salvadoreños y guatemaltecos (estos últimos agrupados hoy en la Caravana Migrante); de los niños latinoamericanos separados de sus padres y encerrados en jaulas por el gobierno de D. Trump; y, más al Sur, de los retrocesos brutales en materia de derechos humanos en Argentina (otrora pionera por su progresista política migratoria, garante de mayores estándares que los "reconocidos" por estos pactos). Y esto solo por mencionar algunas de las escenas que componen nuestro complejo cuadro migratorio y humanitario actual.Contra estas tendencias mundiales quisiéramos reparar en un bemol, en una nota disonante en este concierto de retrocesos. A mediados de 2018, mientras se daba a conocer el borrador final del Pacto Mundial para las Migraciones, una noticia (Peltier y Pérez-Peña, 6 de julio de 2018) recorrió el mundo dándonos una tregua, una alegría, a quienes trabajamos como defensoras y defensores de los derechos humanos de las personas migrantes: la decisión del Consejo Constitucional de Francia de declarar inconstitucional la figura del "delito de solidaridad", en base al reconocimiento de la fraternidad como principio constitucional legal y vinculante. En este artículo analizaremos, desde una perspectiva filosófica y política, este acontecimiento, pues entendemos que tiene un valor ejemplar para pensar tanto los dilemas como la potencia ético-política de las migraciones en los órdenes democráticos actuales.

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