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Quien alguna vez buceara en un archivo, una hemeroteca o una biblioteca antigua sabrá que la investigación histórica lo tiene todo, menos inmediatez. Lo sabía, entre tantos, Isaiah Berlín cuando apostaba en sus estudios al ´lento y paciente método histórico´ (2000: 41); lo afirmaba Osvaldo Bayer cuando advertía a los ´buscadores de emociones´ que ´investigar es dudar y eso es para ratas de biblioteca o para tímidos espirituales pero no para gente de éxito, para triunfadores rápidos´ (1989: 13). Requiere madurez, la del individuo que lleva adelante su trabajo en largas jornadas yendo de pista a pista, de documento a documento; y la de la propia sospecha, devenida más tarde en idea, hipótesis, tesis. Ocurre lo mismo con las publicaciones derivadas de esas pesquisas que precisan tiempo para ser publicadas y otro tanto para ser leídas o criticadas. Es, por tanto, una maduración colectiva, de la comunidad (nunca orgánica) de investigadores que aprende y se nutre de los intercambios por medio de sus publicaciones, debates, congresos. Y cuando, tras largas décadas, nos reconocemos debatiendo álgidamente sobre un piso de conocimiento fundamentado, bastan apenas unos segundos para que la pregunta de ´una de las personalidades más prestigiosas de la historia del espectáculo argentino´ o la afirmación de un ministro de educación de la nación, asalten esa frágil construcción asistidos por la performance y capacidad de multiplicación de los massmedia, reinstalando estereotipos que retroceden ciento cincuenta años en términos político-ideológicos y al menos cuarenta en términos historiográficos. Aunque uno pueda racionalizarlo e identificar ciertos lugares de enunciación (El Trece, la familia Bullrich) o concebirlo como un nuevo capítulo de la sempiterna puja entre proyectos de país, la pregunta queda dolorosa e ineludiblemente al descubierto: ¿todo fue en vano?.