INVESTIGADORES
MYERS Jorge Eduardo
congresos y reuniones científicas
Título:
Fernando Ortiz y Mariano Picón Salas: transculturación, ciencia social y literatura
Autor/es:
MYERS, JORGE EDUARDO
Lugar:
Salvador de Bahia
Reunión:
Congreso; XVI Congresso Brasileiro de Sociologia; 2013
Institución organizadora:
Sociedade Brasileira de Sociologia
Resumen:
Fernando Ortiz y Mariano Picón Salas: una imaginación sociológica en la encrucijada de la literatura y la transculturación Jorge Myers UNQ/CONICET Periplo y red Al igual que Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, la formación intelectual de Picón Salas tuvo lugar en los intersticios de una vida marcada por la trashumancia permanente luego de la pérdida de aquello que, también de un modo semejante a aquellos otros dos autores, había sido su posición privilegiada en el interior del espacio social de la Venezuela gobernada por ?el tirano de los Andes?, Juan Vicente Gómez. Hijo de un rico hacendado, productor de café, de la provincia de Mérida, Pío Picón-Salas, había recibido bajo la supervisión del tutor privado contratado por su padre, el profesor francés, Machy, una esmerada educación literaria. Aunque destinado formalmente a la profesión de abogado ?la única que ofrecía en la Venezuela de ese momento la perspectiva de una carrera profesional económicamente lucrativa-, desde su temprana adolescencia había comenzado ya a frecuentar las tertulias literarias de su Mérida natal, como aquella del poeta Emilio Menotti Spósito en el Hotel Mérida (además de propietario de ese establecimiento hotelero, Menotti fue uno de los primeros difusores de la obra de Baudelaire en Venezuela). A los 16 años redactó su primer trabajo, ?Las nuevas corrientes del arte?, leído como conferencia en la Universidad de Mérida. Mientras cursaba sus estudios universitarios, primero en la Universidad de Mérida (1918-1920), luego en Universidad Central de Venezuela, en Caracas (1920-1922), daba a conocer sus primeros escritos literarios en la revista Arístides Rojas, fundada por él en compañía de Mario Briceño Iragorry ?quien luego sería un importante novelista y cuentista- y Antonio Spinetti Dini, primero, y en otras publicaciones después. En 1920 publicó su primer libro, Buscando el camino, y en 1921 obtenía empleo en la Cancillería venezolana, como jefe de servicios en la Dirección de Política Internacional y en la de Política Económica: su ruptura con el régimen de Gómez, cabe subrayar, sólo se produciría luego de su partida hacia Chile. Su paso por Caracas, descripto en términos muy ácidos en las evocaciones que aparecen en su libro de memorias, Regreso de Tres Mundos (escrito mientras residía en Brasil), le permitió vincularse con las tertulias literarias de aquella ciudad, incorporándose activamente a la de los poetas Jacinto Pachano Fombona y Pedro Sotillo en un café de la Plaza Bolívar, así como a aquella de los intelectuales positivistas ?muchos de los cuáles eran entonces ministros del presidente Gómez- como Laureano Vallenilla Lanz, Eloy González, el jurista e historiador Gil Fortoul y otros, en la Cervecería Strich. Repelido tanto por el ambiente caraqueño cuanto por la carrera de abogado, decidió abandonar sus estudios en 1922 para volver a Mérida y dedicarse allí a una carrera literaria: en efecto, entre 1922 y 1923, colaboró asiduamente con el periódico Panorama de Maracaibo. Ese período de su vida se vió, sin embargo, abruptamente truncado, por la quiebra económica de su padre. Sin dinero y sin un título universitario, hastiado por el clima represivo del régimen político en el poder, decidió entonces lanzarse a la aventura de la emigración, viajando en dirección a Chile, aunque sin tener un destino seguro. El campo intelectual venezolano en el cuál se formó estaba sumamente desestructurado como consecuencia de las políticas represivas aplicadas por la dictadura de Gómez. Luego de las protestas estudiantiles de 1912, la Universidad Central de Venezuela había sido clausurada; solo reabriría sus puertas en 1920. De un modo semejante, la primera propuesta de vanguardia en la literatura venezolana, condensada en el único número de la revista válvula (1928), desembocó en nuevas medidas represivas que desarticularon a esa joven promoción intelectual. El espacio cultural venezolano estaba muy débilmente institucionalizado, y aquellas pocas instituciones existentes, como las universidades, eran objeto de constante interferencia por parte de las autoridades gobernantes. El sistema de revistas y publicaciones también había padecido una importante desarticulación: a principios del gobierno de Gómez, la célebre revista El cojo ilustrado, había dominado el campo literario nacional, concitando intentos de renovación como aquel promovido por Rómulo Gallegos, Henrique Soublette y Julio Planchart en las páginas de La alborada, aparecida en 1909. Ambas revistas sucumbirían poco tiempo después: recién en 1938, con la fundación de la Revista Nacional de Cultura, comenzaría a reconstituirse el sistema de revistas culturales y literarias venezolanas. En la cima de aquel rudimentario campo intelectual aparecían ?todavía en la década de 1920- colocados los principales escritores del movimiento positivista: Vallenilla Lanz, que aparecía a ojos de muchos de sus contemporáneos el ideólogo del régimen gomecista, Gil Fortoul, Pedro Arcaya, y otros autores asociados a una interpretación biologista de la realidad social venezolana. Algunos miembros de esa generación, como José Pocaterra, yacían en prisión, mientras que otros, como el novelista y ensayista modernista, Rufino Blanco-Fombona ?reconocido como uno de los mayores valores literarios de su país en las primeras décadas del siglo- padecían un interminable exilio. Blanco-Fombona, que por su espíritu aventurero y su carácter peligrosamente irascible ?había asesinado a un oficial del ejército venezolano cuando este intentó apresarlo- se constituyó en un poderoso símbolo de la cultura venezolana de los años gomecistas, y representaría para Picón-Salas precisamente la antítesis del modelo de intelectual con la que él se identificaba. En sus reconstruccciones autobiográficas posteriores, Picón Salas proyectaría sobre esa etapa de su vida una mirada nostálgica, que hacía de su época de ?señorito? acaudalado una suerte de Edén perdido: ?El último paraíso se desvanecía en mí. Con las palabras de la subasta y el remate judicial, ya me cortaban de raíz de aquel sitio tocado por mis manos y hollado por mis plantas; tierra donde soñé, dormí, sembré, forniqué, que más que ese suelo más grande de que hablan los libros de Historia, profanado por tiranos y verdugos, era mi pedacito de patria entrañable.? (Ibid. P.191) Aunque ese universo social de los hacendados de provincia, mediante cuya frecuentación había adquirido disposiciones acordes con una posición dominante en el espacio social, se volvería también objeto de crítica como consecuencia del cambio de perspectiva que años de exilio y su formación académica le habían otorgado, cierto elemento de nostalgia aprobatoria nunca dejó de estar presente. Por ejemplo, también en sus memorias declararía lo siguiente: ?No era, sin duda, justa esa organización entre patriarca y feudal: que los hijos del maestro Concho sirvieran a mi padre como el maestro Concho había servido a mi abuelo, y que todos buscaran una menesterosa protección contra el hambre y la recluta, bajo los aleros de la casa. O que en un mediodía zumbante de chicharras y furiosos tábanos en el potrero, nos fuesemos a dormir con la muchacha campesina y a tomar sus senos, sencillamente, como quien recorriendo la huerta se apodera de las pomarrosas o las guayabas. ?¿Y qué dirá mi taita??, es casi su única protesta.? Autobiografías pp.190-191 (Regreso de Tres Mundos) Es por ello que aquello que aparece enfatizado en las referencias autobiográficas de Picón Salas es la sensación de pérdida, de castigo, y aún de sufrimiento redentor ?sesgo, este último, que aparece potenciado por su fuerte convicción católica-: -?Quizá todo lo que sufrí fue necesaria lección de dureza; la búsqueda de otro camino diferente al de la comodidad, seguridad y resignación, que hasta aquella crisis me deparó la suerte. Si permanezco en Venezuela y nada grave me acontece, acaso hubiera terminado en una fácil existencia de señorito que no sufre por la comida ni por la ropa limpia, y mira lo humano a través de una falsa idealización literaria?. (Ibid. P.195) En Valparaíso, donde fijó su residencia durante sus primeros meses en Chile, debió trabajar como empleado en diversos oficios manuales, incluyendo una temporada como vendedor en una tienda de objetos usados. Su recuerdo de aquellos meses de inclemencia social traslucen su amargura: ?Era aquello, para mí, como una Tebaida donde hacía cura de silencio o renunciamiento, herido por el lado más cruel de las cosas. De buena gana, porque sentía repugnancia de vender (la más odiosa de las profesiones), hubiera llamado un día a los ?rotos? que de vuelta de su trabajo pasaban cada tarde por las escalinatas de la avenida Ecuador, para repartirles todos los objetos? . Salió de aquella situación precaria con relativa velocidad mediante la utilización de los recursos y disposiciones que su formación previa le había impartido: siguió de cerca y con cierto entusiasmo la agitación política que entonces promovía en torno a la ?cuestión social? chilena la Federación de Estudiantes de Chile (FECH, fundada en 1906), publicó artículos en la revista de izquierda, Claridad, y envió una reseña elogiosa acerca de la última novela de Eduardo Barrios al periódico La estrella. El resultado de estas movidas fue su incorporación a la redacción de La estrella, y una invitación de Eduardo Barrios para que se incorporara a su tertulia en Santiago. A partir de su traslado a esa ciudad, en 1923, logró encaminar lo que resultaría ser una muy exitosa carrera académica. Sus dificultades laborales se resolvieron mediante su nombramiento como preceptor en el prestigioso Instituto Nacional de Chile (el tradicional secundario de élite, creado a principios del siglo diecinueve); al mismo tiempo reanudó sus estudios universitarios. Cursó la carrera de historia en la Universidad de Chile, obteniendo su título en 1927; en 1928 obtuvo en la misma institución su doctorado en filosofía y letras. Integrado ahora a un campo intelectual mucho más estructurado y complejo que el venezolano, admitiría luego que uno de los efectos más significativos de su educación chilena fue la incorporación de ciertos hábitos de disciplina y mesura que hasta entonces habían sido ajenos a su temperamento ?tropical?. Recordaría de este modo a su primer curso de historia: ?Y casi como si se ofendiera mi pretendida capacidad interpretativa, tenía que hacer en mi primer curso de estudios universitarios tareas tan pacientes como dibujar los mapas de geografía antigua del Mediterráneo clásico, seguir en Maspéro las listas de las dinastías egipcias o preparar para la clase de Historia de América un elaborado y frío examen sobre todas las hipótesis acerca de la patria y linaje de Colón. Llevaba a mi cuarto, para reducirlos a fichas, los pesados volúmenes de documentos de Navarrete y Juan Bautista Muñoz, la abrumadora Raccolta de Cesare de Lollis, los tomos de Harris y Vignaud, y las tesis muy pedestres que quisieron hacer del Descubridor un habitante de la ría de Pontevedra. -¿Pero es que no sirvo para algo más inteligente? ?pregunté a mi simpático maestro don Luis Alberto Puga. ?Hay que aprender a documentarse antes de interpretar ?me respondió el profesor?. Formado también en pedagogía, fue profesor de historia del arte y de literatura general en las Facultades de Bellas Artes y en la de Filosofía y Letras de la Universidad de Chile, y profesor de historia en el Liceo Barros Arana (también un colegio secundario destinado a los hijos de la élite) entre 1928 y 1935. Y a partir de 1928 también, ocupó un cargo directivo en la Biblioteca Nacional de Chile. Mientras construía su carrera académica en aquellas instituciones, Picón-Salas siguó participando intensamente de la vida intelectual chilena. Miembro del círculo de Barrios, pudo publicar asiduamente en la prestigiosa revista cultural Atenea publicada por la Universidad de Concepción a partir de 1924, durante la dirección del propio Barrios (1927-30). Al mismo tiempo se convirtió en una figura central dentro de una promoción de jóvenes intelectuales que buscaba modificar las condiciones del campo chileno, aquel organizado en torno a la revista cultural, Indice, que salió entre 1930 y 1932. Estrechamente asociado a Ricardo Latcham ?crítico literario, miembro-fundador del Partido Socialista de Chile en 1932, que desarrollaría una extensa y exitosa carrera política y periodística en los años siguientes- colaboró en esa empresa junto con Domingo Melfi ?un importante historiador y crítico literario, cuya obra cobró cuerpo durante los años 30-, Mariano Latorre ?el escritor realista, preocupado por la temática social chilena, perteneciente a una generación anterior-, Manuel Rojas ?novelista realista también-, González Vera, Juan Gómez Millas ?especializado en historia antigua- y otros. Uno de los miembros más jóvenes del grupo, Benjamín Subercaseaux, que luego desarrollaría una de las obras ensayísticas de mayor importancia durante el siglo XX chileno, publicaría un juvenil estudio sobre la obra de Rimbaud en esa revista. Los propósitos de ese movimiento eran impulsar una renovación general de la literatura chilena, enfatizando simultáneamente su oposición al cosmopolitismo puro de los modernistas y de vanguardias como la creacionista de Huidobro, y al regionalismo estrechamente nacionalista asociado con algunos de los principales novelistas chilenos de la generación anterior, como Baldomero Lillo (que a su vez era heredera de una muy fuerte tradición realista y costumbrista inaugurada por las importantes obras de Alberto Blest Gana y ?Jotabeche? a mediados del siglo diecinueve). Preocupados por impulsar una literatura ?neoregionalista?, que fusionara la mirada más amplia de un cosmopolitismo que no renegaba de la nación, y de un nacionalismo consciente de su necesaria relación con un mundo cultural más amplio, el eje del proyecto de esta formación cultural fue la consolidación de un americanismo cultural. Según Picón-Salas, el proyecto de Índice consistió en ?busca(r) un campo diverso de orientación ante los problemas de nuestra tierra americana; y decimos de América, porque el problema particular de cada una de nuestras naciones no es sino una parte de un vasto problema continental? . Según Latcham, en una elogiosa evocación de su antiguo compañero de filas redactada muchos años después: ?Quizás el mayor legado que [Picón-Salas] dejó a sus compañeros de grupo fue el interés que puso siempre en definir los sentimientos americanistas y la curiosidad por el mundo mestizo.? Entre 1927 y 1937, publicaría una serie de libros en Chile, comenzando por Mundo Imaginario (1927) y concluyendo con Preguntas a Europa (1938), luego ampliado y reeditado bajo el título de Europa-América. De esa serie, Hispanoamérica, posición crítica (1931) (que incluía la conferencia de ese título), Intuición de Chile y otros ensayos en busca de una conciencia histórica (1935), e Imágenes de Chile (vida y costumbres chilenas en los siglos XVIII y XIX), publicado en colaboración con Guillermo Feliú Cruz (que ya comenzaba a ser uno de los principales referentes dentro del campo disciplinar de la historia chilena), fueron los que consolidaron su posición como pensador y ensayista en el interior del campo intelectual chileno. La centralidad que había alcanzado a principios de los años treinta queda confirmada por su vertiginosa participación en la convulsionada política chilena de la época. Modelo de estabilidad durante casi un siglo, desde la Constitución ?portaliana? de 1833 hasta la nueva constitución de 1924, a partir de esa fecha Chile había ingresado en un período de turbulencia política. Un primer golpe militar había derrocado al presidente Arturo Alessandri, impulsor de una ampliación del electorado, en 1924; luego de una breve etapa de gobiernos efímeros, Carlos Ibáñez del Campo había establecido una dictadura que permanecería en el poder entre 1927 y 1931. A su caída, una vertiginosa secuencia de gobiernos se habían disputado el poder político en aquella república, incluyendo el de la célebre aventura del ?avión rojo? ?el de Marmaduke Grove, primer presidente socialista de Chile, aunque sólo haya durado 10 días en el cargo-. Asociado a las fracciones políticas que apoyaron a uno de esos gobiernos rotativos, el del general Carlos Dávila, que logró mantenerse en el poder durante 100 días, Mariano Picón-Salas fue nombrado Rector de la Universidad de Chile (el segundo venezolano en ejercer ese cargo), como parte de un triunvirato integrado también por Pedro León Loyola ?profesor de filosofía- y Pedro Godoy ?de la Facultad de Ingeniería-. La posición de Picón-Salas como académico respetado, referente intelectual e intérprete autorizado de la sociedad chilena, estaba ya cimentada a principios de los años treinta. Más aún, todo indicaba que su decisión era permanecer en Chile: en 1928, al recibirse, se había casado con una mujer chilena, Isabel Cento Manso (de la cuál se divorciaría en 1947), y en 1925, temiendo quizás las represalias de podian ser objeto en Venezuela debido a su crítica pública al régimen, había trasladado a la familia de su padre (con la nueva esposa e hijos de éste) al país andino. Pío Nono Picón Salas, que ahora dependía del apoyo económico de su hijo, permanecería en Chile hasta el fin de sus días. En 1936, sin embargo, la muerte de Gómez transformó una vez más al destino de MPS. Volvió a Venezuela, donde buscó participar activamente en el proceso político desencadenado por el cambio de régimen ?un proceso político que a pesar de las continuadas intervenciones militares y la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, desembocaría veinte años después en la consolidación de un sistema democrático-. Militó al lado de Rómulo Betancourt, con quien mantuvo una relación epistolar a lo largo de su vida, Luis Beltrán (ensayista y político) y otros en la Organización Revolucionaria Venezolana (ORVE). Su principal logro durante los escasos meses de activa militancia fue haber impulsado la creación ?realizada por decreto del gobierno militar- del Instituto Pedagógico Nacional. Desencantado luego de pocos meses, decidió retirarse de la coducción de ORVE, aceptando primero un cargo como superintendence de educación, y luego el cargo de encargado de negocios de la embajada venezolana en Praga, que el gobierno le ofrecía. Ello le permitió conocer por primera vez a Europa, y dio origen a los ensayos sobre distintas culturas europeas que conforman su libro Preguntas a Europa. A mediados de 1937 tuvo otro cambio de parecer, cuyos motivos no hemos podido descubrir, renunció a su cargo y decidió radicarse definitivamente en Chile. Poco duró esa decisión: en 1938, el eminente historiador Caracciolo Pérez Parra, ministro de educación de Venezuela, lo convenció para que regresara a su patria y aceptara el cargo de Director de Cultura y Bellas artes de ese ministerio: fue en esa capacidad que fundó la Revista Nacional de Cultura, cuya dirección ocupó entre 1938 y 1940. El resto de la vida transcurriría del mismo modo: alternando períodos breves en Venezuela con otros en el exilio o en la diplomacia, y transitando por la docencia universitaria, el periodismo y la gestión pública. La gran inestabilidad política que afectó a su país en esa época fue el principal motor de sus múltiples desplazamientos: por ejemplo, nombrado embajador ante Colombia en 1948 ?donde fue testigo del Bogotazo-, por el efímero gobierno democrático del novelista Rómulo Gallegos, debió trocar el apacible rol de diplomático por el menos agradable de exiliado. Entre 1940 y 1952 pasó, por un motivo o por otro, la mayor parte de su tiempo fuera de Venezuela, aunque cabe señalar que en uno de sus efímeros regresos, durante el gobierno provisorio de Rómulo Betancourt, le tocó crear la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Venezuela, convirtiéndose en su primer decano (1945-47). En aquellos doce años ejerció, además, la docencia en diversas instituciones universitarias de los Estados Unidos, y sobre todo en la Universidad de Columbia; dictó clases en el Colegio de México, donde jugó un rol central en el diseño de las colecciones de Fondo de Cultura Económica ?siendo uno de los principales impulsores de Tierra Firme, cuyo propósito general aparecía sintetizado en su propio libro aparecido en ese marco, De la conquista a la independencia (1944), y reemplazándolo a Henríquez Ureña como principal asesor de la Biblioteca Americana luego de la muerte del dominicano. Fue durante aquellos años, finalmente, un importante colaborador de Cuadernos Americanos. El vínculo con Alfonso Reyes, mantenido a través de contactos esporádicos y un nutrido epistolario a lo largo de más de treinta años, fue decisivo para la incorporación del venezolano al campo cultural mexicano. Desde la fugaz visita realizada por Reyes a Santiago de Chile en 1931, cuando se conocieron en persona por primera vez, hasta la muerte de Reyes en 1959, las relaciones entre ambos fueron intensas y mutuamente productivas: a través de Reyes, por ejemplo, Picón-Salas lo pudo contratar a Angel Rosenblat para que dirigiera el recién creado Instituto de Filología, y pudo obtener la colaboración en sus diversas empresas periodísticas de muchos autores mexicanos, argentinos y caribeños vinculados al ensayista mexicano. A partir del ?52, impulsado por su nueva esposa, Beatriz Otáñez, una caraqueña, decidió poner fin a una larga etapa como docente en los Estados Unidos y regresar a Venezuela ?en carta a Betancourt, le había contado que ?A Beatriz le cansa la dureza de la vida aquí, y yo no tengo ningún interés particular en continuar en los Estados Unidos?. Radicado en Venezuela a la sombra del gobierno de Pérez Jiménez, se dedicó simultáneamente a la docencia, como profesor de historia y de literatura en la UCV, y al periodismo cultural, como director del ?Papel literario? de El Nacional de Caracas, función en la cuál reemplazó a Arturo Uslar-Pietri. Pese a su oblícua crítica al régimen imperante ?muchos contemporáneos advirtieron la sospechosa similitud entre el Cipriano Castro de su libro de 1953 y el dictador en funciones- recibió, compartiéndolo con Arturo Uslar-Pietri, el Premio Nacional de Literatura en 1954. La caída de Pérez Jiménez en 1958 reactivaría su errancia acostumbrada, esta vez en calidad de embajador del primer gobierno de la nueva democracia venezolana, ejercido, una vez más, por su amigo Rómulo Betancourt. Entre 1958 y 1959 fue embajador en Río de Janeiro, estadía que dio origen a varios ensayos sobre la cultura brasileña contemporánea ?presididos por las hipótesis de Gilberto Freyre- y un libro que los recopilaba, Despedida do Brasil (1959). Entre 1959 y 1962 fue el embajador permanente de Venezuela ante la UNESCO, y a partir de 1960 fue además nombrado miembro del Consejo Directivo de la UNESCO. En esa calidad pudo realizar numerosos viajes, entre ellos uno a Israel, donde se entrevistó con Golda Meir. Al finalizar su cargo en la UNESCO, hizo una gira extensa por Italia, Grecia y Turquía, antes de recibir su nuevo nombramiento como embajador en México, cargo que nunca ejerció debido a una grave enfermedad. De regreso en Venezuela en 1964, Betancourt lo nombró para que organizara y fuera el primer director del Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, pero a raíz de su fallecimiento el 1 de enero de 1965, tampoco llegó a desempeñar esa función. De la conquista a la independencia: una síntesis de la historia cultural latinoamericana En 1944, con la publicación del libro de Mariano Picón-Salas, De la conquista a la independencia, la colección Tierra Firme del Fondo de Cultura Económica, incorporaba su primera gran síntesis de la historia cultural latinoamericana. Aunque más acotada en su recorte temporal que la obra de Pedro Henríquez Ureña publicada en esa misma colección dos años más tarde, el esfuerzo por realizar una síntesis interpretativa de la historia cultural de todo el continente americano era palpablemente mayor. Dedicado a Alfonso Reyes ?gran humanista, gran escritor?, cuya obra había constituido el tema de numerosos ensayos de Mariano Picón-Salas desde los años treinta cuando lo había conocido en Chile, prologado por el propio Henríquez Ureña, e impulsado vigorosamente por aquel otro gestor del emprendimiento cultural que supo ser el Fondo de Cultura Económica, Daniel Cosío Villegas, la publicación de esta obra de Picón-Salas constituye un evidente hito en el proceso de elaboración y consolidación de la nueva historia cultural latinoamericanista. El hecho de que su autor haya sido el crítico e historiador venezolano fue el resultado de toda una trayectoria previa cuyas opciones deliberadas y cuyos azares se habían combinado para dotarlo de los recursos indispensables para encarar esa tarea, mientras que el momento escogido para ensayar aquella obra de síntesis correspondió a un momento de maduración, de consolidación aparente, del análisis cultural en América latina. Al igual que Henríquez Ureña en su obra semejante ?o que Buarque de Holanda y Gilberto Freyre en sus estudios de la historia cultural de Brasil-, aquello que aparecía enfatizado con gran contundencia en De la conquista a la independencia era la continuidad de la historia cultural americana. Invirtiendo el clásico juicio de las historiografías romántica o positivista, que veían en la historia de las Américas sobre todo discontinuidades y rupturas, Picón-Salas, apoyándose en sus interpretaciones específicas de culturas como la chilena, la peruana o la mexicana ?fruto de sus extensos viajes- y sobre toda la de Venezuela -su país de origen- representaba a la historia cultural de las Américas como un continuo ?atravesado por conflictos y transformaciones, es cierto- desde los comienzos de la vida humana en el continente hasta la época presente. El pasado indígena representaba para Picón-Salas ?y este sería un leitmotiv de toda su obra- un legado viviente, aunque la pérdida de muchos de los instrumentos para descifrar en clave histórica a la trama concreta de ese pasado lo haya tornado, desde muchos puntos de vista, ininteligible para nosotros: ?Ritos y ceremonias de la época de Moctezuma coexisten o se hibridizaron en más de un rincón hispanoamericano. Aún, en muchos de nuestros países, gran parte de la masa indígena y rural parece el último vestigio de un sistema de castas que no surgió tan sólo de la Conquista, sino que ya existía en la organización social de aztecas e incas. La meta social de varias naciones nuestras es que el indio alcance la técnica y recursos que acaparó el dominador, o bien éste descifre aquel mensaje que se quedó como empozado y asustado en los ojos del aborigen.? (De la C a la I, pp.48-49). El choque de culturas que representó la conquista, a su vez, constituía un momento de fusión, de transculturación, que produciría una cultura nueva sobre la base de la combinatoria de los elementos culturales originales aportados por los españoles, los africanos traídos como esclavos, y los indígenas subyugados . La cultura iberoamericana era, para Picón-Salas, esencialmente mestiza . Más aún, y en este punto también coincidía en su juicio con el de los demás miembros de esta formación cultural, Iberoamérica constituía una unidad geográfica. Desde sus tempranos escritos de la etapa chilena, Picón-Salas se había hecho portavoz de una posición americanista que sostenía la unidad cultural del continente iberoamericano, y que enfatizaba la importancia de promover la comunicación permanente e intensa entre los escritores e intelectuales de todos los países de la región. Frente a los reclamos ?tan potentes en la situación chilena de los años 20 y 30- por una política y una cultura cerradamente ?nacionalistas?, PS oponía la visión alternativa de una política y una cultura ?continentalistas?: lo nacional, según PS, sólo se podía desarrollar plena y exitosamente en el interior de la unidad cultural más amplia que Iberoamérica constituía. En su conferencia, ?Hispanoamérica, posición crítica?, pronunciada en la Universidad de Concepción en 1930, había abogado por una política americanista que permitiera superar la estrechez y mediocridad de la política interna de las naciones latinoamericanas: ?Reclamo para la cultura, y como consecuencia, para la política de América, una idea, en el sentido hegeliano, porque es lo único que pueda hacernos salvar esta etapa de pequeños intereses, de pequeñas necesidades; la política miope en que se debate sin espacio, perspectiva ni ámbito histórico la vida criolla? . Esa ?idea? consistía en un deliberado desarrollo de los lazos culturales y políticos de las naciones hispanoamericanas, es decir, en un impulso al ?continentalismo?. Declaraba, en esa conferencia, por ende, lo siguiente: ?Creo que se nos aclaran las circunstancias peculiares de cada país cuando lo comparamos con otros. La historia es hoy, ante todo, historia comparativa. Todos nuestros pueblos, con más o menos grados de progreso o de conquista técnica, viven las mismas inquietudes espirituales, reaccionan ante los mismos estímulos. Por otra parte, nuestra comprensión aumenta, nuestro destino se hace más responsable, cuando sobre las fronteras de nuestros países, que no son fronteras espirituales, tendemos una mirada de totalidad. Hace falta, por circunstancias que todos sabemos, no perder esa ecuménica posibilidad americana. El hispanoamericanismo, si no se queda en las vanas fanfarrias y los discursos de las fiestas de la raza, si no es un pretexto para hacer retórica, si se apuntala en un firme método crítico, puede darle a la presente y a las próximas generaciones del Continente, una conciencia de raza y de cultura que sería lo mejor que nuestra América criolla ofreciera al mundo. ? Esta visión ?anfictiónica? ?para utilizar su propio adjetivo- atraviesa toda su obra. Su historia de las raíces culturales de Iberoamérica debía, por ende, constituir algo más que un mero ejercicio académico. Como declaraba en las páginas iniciales del mismo ?aludiendo de paso a las muy particulares condiciones (al menos para la época) en que fuera escrito-: ?Un medio universitario tan seguro, tan rico y denso como el de los Estados Unidos convida y sobreestima, a veces, la proliferación erudita que, por agotar las referencias documentales, elude el lado humano y sensible de todo buen estudio. Se llega a escribir ?y es un peligro de la Universidad moderna- para otros catedráticos o para llenar aquella hoja de figuración y merecimientos con que se asciende en la carrera profesoral. Hay por ello ciertos idola Universitatis que no conoció Bacon, y hay estudios eruditos que de puro perfectos eliminaron la personalidad y sensibilidad del investigador. Por eso más que el ciego acarreo del dato me interesó su tipicidad, y a la página plagada de citas preferí, de acuerdo con mi temperamento, lo que relevaba no sólo un esfuerzo de transmitir noticias, sino lo que es humanamente más urgente: entenderlas.? Comprender el proceso histórico por el cuál se había desarrollado la cultura iberoamericana resultaba, pues, un paso necesario para la tarea activa de construcción de una unidad iberoamericana más amplia, concebida por PS en un plano inmediato como una restauración de la comunicación entre las distintas élites intelectuales de los países latinoamericanos, y en un plano más ambicioso como la recreación ?bajo la forma que fuere- de la mítica unidad perdida que él identificaba con el proyecto bolivariano . Esa tarea de interpretación debía formar parte activa de una acción política y cultural, llevada adelante a nivel continental a través de sus viajes y su participación en la red intelectual constituida alrededor de Alfonso Reyes y sus aliados, y a nivel nacional mediante el esfuerzo por lograr apoyos políticos para la construcción de instituciones que debían ir perfilando un vigoroso campo intelectual venezolano. La visión histórica que informaba esa obra ?que junto con su libro sobre la historia de la literatura venezolana, publicado en 1940, Formación y proceso de la literatura venezolana, y su interpretación del caudillismo venezolano, Los días de Cipriano Castro (1953) articulaba el meollo de su empresa historiográfica- tuvo su origen en una temprana lectura y asimilación profunda de las líneas más conocidas de la tradición de las ciencias de la cultura alemanas (Kulturwissenschäfte y en su interior muy en particular la llamada Kulturgeschichte). En los años iniciales de su labor como historiador, crítico de arte y ensayista, aparece en su obra un repertorio de referencias teóricas no demasiado disímil a la que podemos encontrar en la obra paralela de su casi exacto contemporáneo, el historiador argentino, José Luis Romero (1909-1978) ?integrada por Simmel, Dilthey, Spengler pero también por, y a diferencia de Romero, Keyserling y Freud-. En aquella época su concepción de la labor histórica podía resumirse en dos nociones: intuición estética del pasado cultural ?en consonancia con la profunda marca simmeliana que aparece a lo largo de su obra (y a la que se debería añadir el igualmente importante rol de la obra de Johan Huizinga como modelo)- y reconstrucción del pasado a través de la proyección de las preguntas surgidas del presente sobre sus residuos y materiales . En el texto de su conferencia de Concepción, arriba citado, aparecía, por ejemplo, la siguiente caracterización de la cultura: ?La cultura es la forma que extrae y elabora de su propia existencia histórica cada pueblo, cada raza; comienza en el momento en que lo que fue inorgánico se torna orgánico, lo informe adquiere forma, y sube a la luz de una conciencia radiosa hasta lo que fue instinto u oscuro retorcer subconsciente. Los pueblos, como los hombres, se introspeccionan; deben, como el artista, descubrir su temperamento, fijar de una manera consciente, y sobre todo posible, su relación con el mundo. De aquí que el hecho de la cultura es, como diría Simmel, vida y más que vida, forma que adentra en la raíz de la personalidad, armoniza todo dualismo, da a los grandes hombres como a las grandes naciones un tono vital?. A partir de esta definición de la cultura ?que él relacionaba también con la terminología del ?desorbitado filósofo lituano?, Keyserling, acerca de la oposición entre el Eros y el Logos-, concluía que el gran problema hispanoamericano era la definición de su propia identidad cultural: ?Pero la idea de Cultura como algo que trascienda de nosotros mismos, adaptado a nosotros como el árbol importado de Europa recibe la cualidad diferenciadora del suelo americano, no se ha planteado todavía, o a lo menos no ha tenido eficacia realista, en nuestra vida hispanoamericana.? Todavía muy fuertemente impactado por una concepción eurocéntrica del mundo, Picón aplicaba el arsenal teórico que manejaba al análisis de las formas culturales latinoamericanas y encontraba simplemente una ausencia: en esa primera época de su obra, la historia cultural de Hispanoamérica parecía destinada a ofrecer el diagnóstico de una falta, de una ausencia, y no una explicación atenta a los fenómenos de cultura allí presentes. Esta ausencia de la Cultura en las naciones iberoamericanas implicaba, finalmente, un permanente desfasaje entre los proyectos concebidos por los intelectuales y los grandes hombres políticos del continente, y la posibilidad de convertirlos en realidad. Antes que procesos de sedimentación o acumulación, el pasado continental parecía estar constituido por una serie inconexa de pasos en falso. Por ello, sostenía Picón-Salas, lo siguiente: ?De aquí el permanente pathos de la vida americana; somos pueblos de biografía más que de historia?; una conclusión de resonancias martinezestradistas, en la cual se puede apreciar la huella profunda de los positivistas hispanoamericanos y, más atrás en el tiempo, de Sarmiento y de su dicotomía entre ?civilización y barbarie?. Entre 1938 y 1944, la percepción que Picón tenía acerca de la problemática cultural hispanoamericana experimentó un vuelco, un giro, de profundas consecuencias para su obra como historiador y ensayista. Por un lado, como tantos hispanoamericanos de su generación, sintió decepción y horror ante el derrumbe de Europa provocado por los fascismos y la segunda guerra mundial; y por otro lado, incorporó, durante sendos viajes a México y a los Estados Unidos, un conjunto de lecturas que le permitieron alejarse de ciertas de las certezas de su formación inicial, y muy en especial de una noción de cultura que estaba aún muy claramente habitada por la idea biológica de raza. Primero en su historia de la literatura venezolana, Formación y proceso de la literatura venezolana (1940), y luego, de un modo más contundente, en De la Conquista a la Independencia, expresó la visión renovada acerca de la historia cultural hispanoamericana que había venido elaborando durante esos años. Abandonó por un lado la comparación sistemática con la producción cultural y civilizatoria europea para buscar entender a la americana, en cambio, de acuerdo con sus propios términos. La historia cultural de América latina, a partir de esa decisión de poner entre paréntesis a la europea, se le presentaba ahora como un sistema que se podía estudiar en función de una lógica propia de desarrollo, mientras que las profundas discontinuidades, marcadas por una pobreza evidente de productos culturales complejos durante largos períodos ?lo cual había parecido equivaler a una ausencia, por completo, de una cultura letrada- ahora cedían el lugar a una intuición acerca de la radical continuidad, a lo largo del tiempo, del desarrollo cultural latinoamericano ?la interpretación histórica que mencionábamos antes. En De la Conquista a la Independencia, Picón Salas presentó una interpretación general de la historia de la cultura hispanoamericana que enfatizaba, en primer lugar, el aporte indígena, valorado no simplemente como un elemento curioso para la erudición arqueológica sino como una parte viva de la tradición americana, desde la llegada de los españoles hasta el presente. A partir de esa decisión inicial, introdujo dos elementos novedosos que le permitieron articular una explicación convincente acerca de la cultura hispanoamericana entendida como un sistema, como un todo coherente: la noción de la existencia en distintos períodos de un ?complejo social? hispanoamericano ?término al que le otorgó explícitamente el estatuto de un concepto teórico- y la noción ?tomada directamente de la obra de Fernando Ortiz, aunque aplicada al análisis histórico ?tout court- y no al análisis etnográfico (que de todos modos, en la obra de Ortiz ?que en esto coincidía plenamente con Malinowski- debía comprehender siempre un elemento de explicación histórica), de transculturación. El primer concepto, cuyas raíces están en las obras tan distintas de Weber, Simmel y Spengler, pero también en una parte de la literatura antropológica que entonces debió haber estado leyendo Picón Salas (y, aunque no tengo una referencia concreta que lo confirme de modo fehaciente, sospecho que la argumentación de Huizinga en El ocaso de la Edad Media también informaba la definición que Picón le adjudicaba a esta término), fue utilizado explícitamente para organizar y analizar qua sistema los distintos fenómenos culturales ?típicos? de la época de la Conquista, e implícitamente para formular su interpretación ?quizás el aporte más célebre del libro- del ?barroco de América?. Picón Salas definía el complejo social del siguiente modo: ?la suma de ideas, sentimientos colectivos y normas éticas de la época? (DCI, p.63); y pasaba a explicar a continuación la razón por su adopción del mismo: ?Si fuera insuficiente una historia elaborada con los materiales puramente públicos, no lo sería menos otra entendida como una adición de biografías, sin ese lazo y coordinación de lo colectivo.? Tematizar el ?complejo social? le permitía a Picón Salas hallar el vínculo necesario entre una historia de vidas y de hechos y otra de instituciones ?estudiadas de forma abstracta, en clave jurídica como todavía era común hacerlo en la década del cuarenta-, y ese vínculo consistía en lo cultural. Por el ?complejo social? Picón Salas entendía las formas propias de interpretar el mundo de una época y de una sociedad específicas, y si consideraba que era tarea necesaria del historiador reconstruirlo era porque esas formas de interpretar el mundo habían contribuido a moldear la experiencia social (o cultural -en este punto hallo que la nomenclatura es intercambiable en el pensamiento de Picón Salas de estos años-) de los pueblos que estudiaba, dejando una huella, una marca, perdurable en ellas. El ?complejo social? del siglo XVI, en cuyo interior los conquistadores españoles habían podido desarrollar una serie de acciones que ante sus propios ojos resultaban enteramente legítimas y racionales ?dotadas, podría decirse, de una coherencia interna-, seguía proyectando ciertos modos de ver y de ser sobre la propia época en que escribía el propio historiador. Por eso le daba a ese concepto la siguiente elaboración: ?Qué concepto del mundo, del hombre y de su destino; qué cánones morales regían la sociedad de la época, es, al estudiar la Conquista, un problema histórico de tanta dimensión como las aventuras de Cortés o Pizarro. No podemos cortar en nuestra historia ese cordón umbilical con el mundo hispano del siglo XVI.? La otra herramienta conceptual clave para la interpretación general de la historia cultural latinoamericana que se proponía realizar fue, como ya se indicó antes, la noción de ?transculturación? tomada de la obra de Fernando Ortiz. Volveremos sobre los orígenes de esta noción en el pensamiento del propio Ortiz más adelante; por ahora nos limitaremos a examinar el uso que hizo de ella Picón Salas en su tan influyente ensayo histórico. Este nuevo término teórico fue sin duda decisivo para el desarrollo de todo el libro, tanto en cuanto a sus apreciaciones más puntuales sobre períodos, estilos y objetos, cuanto en relación a su hipótesis de fondo, acerca del carácter esencialmente mestizo de la cultura latinoamericana. El término aparece aplicado explícitamente por primera vez ?en este libro- al proceso de la Conquista española de México, y es allí donde Picón Salas reconoce su deuda con Ortiz (cabe aclarar que en el prefacio de Henríquez Ureña -escrito a posteriori de la redacción del libro- el lector encontraba ya en las páginas iniciales una alusión explícita a esa relación entre los dos autores): ?Más complejo es el problema de la ?transculturación? europea ?como dice en útil neologismo don Fernando Ortiz- a las legendarias y ricas tierras peruanas o mexicanas?. El cuarto capítulo, donde aparece la frase citada, está dedicado en su conjunto a la exploración de la problemática de la ?transculturación? en la América española colonial: luego de tres capítulos iniciales titulados ?El legado indio?, ?El impacto inicial?, y ?La discusión de la Conquista? ?títulos que expresan con transparencia el contenido de sus páginas-, el cuarto es designado ?De lo europeo a lo mestizo. Las primeras formas de transculturación?. De allí en más, el libro explorará la historia cultural hispanoamericana en función de las distintas modalidades que asumió la transculturación de creencias, prácticas y objetos en suelo americano ?donde a veces fue el elemento indígena o africano, es decir, el elemento perteneciente a la cultura de los dominados, el que se volvió decisivo, a veces el europeo, aunque modificado por su contacto con la realidad del otro-, avanzando desde el trasplante de formas renacentistas españolas (y su modificación) hasta llegar a la eclosión de una cultura ilustrada a finales del siglo XVIII y principios del XIX. En el cuarto capítulo la transculturación aparecería analizada en relación, primero, a las ciudades, y luego en relación, sucesivamente, a las formas literarias, a los procesos de evangelización y a las artes plásticas, las fiestas y el teatro americanos. Alonso de Ercilla aparece analizado, pues, como un autor que, tomando un modelo europeo ?el de la epopeya de la expansión europea desarrollada en Os Lusíadas por el portugués Luis de Camoens- lo modificó al inyectarle un contenido fuertemente americano, operando una suerte de simbiosis entre formas indígenas y formas clásicas en los personajes mapuches que desfilan por La Araucana. En la decoración de las iglesias y en la pintura que formaba parte de ella habrían aparecido evidencias clarísimas de la transformación operada en las formas traídas de Europa por acción del contacto cultural con los pueblos conquistados: ?La nueva fe requería, para establecerse, canteros y alarifes que levantaran los muros de las iglesias, carpinteros que trabajaran la madera, imagineros y pintores y hasta músicos y cantantes que alegraran las fiestas del culto. Todo ello se prepara en los talleres del infatigable Pedro de Gante. (?) En un método como el de Pedro de Gante las formas europeas no pretendían suplantar a lo indígena, sino que se trataba de incluirlas dentro de las necesidades e imperativos de una nueva cultura. Viejas artes indias como la del mosaico de flores ordenado sobre esteras que los indios llamaban ?petatl? (de donde nuestro petate), sirvieron desde el comienzo ?como lo anota Manuel Toussaint- para representar imágenes cristianas. Igual metamorfosis experimentan los delicadísimos mosaicos de plumas, típico arte azteca, que inspirara en la época colonial obras tan magníficas como la adarga plumaria regalada a Felipe II, la famosa mitra mexicana que se conserva en El Escorial y otros estandartes y paramentos litúrgicos. Numerosos nombres indígenas formados en esa pedagogía misionera aparecen entre los pintores y decoradores mexicanos del siglo XVI: Pedro Quauhtli, Miguel Texochícuic, Luis Xochitótotl, Pedro Chacala, etc. Uno de esos artistas indios, Marcos de Aquino o Marcos Cipac, según otros, es el que pintó antes de 1555 ?como lo explica Toussaint- el primer gran lienzo de Nuestra Señora de Guadalupe, símbolo religioso del alma mestiza mexicana.? La transculturación operada en consecuencia de la Conquista no se limitó tan solamente a una imposición de nuevas formas europeas a los conquistados que eran a su vez modificadas por la acción de las concepciones intelectuales y estéticas de la cultura de origen de estos últimos, sino que también dio lugar a prácticas radicalmente nuevas tanto para una como para la otra cultura. Un caso ejemplar habría estado representado, según Picón Salas, por el nacimiento del propio trabajo antropológico. Innecesaria y hasta inconcebible en la Europa pre-colombina, el obligado oficio de traductores, de mediadores, entre una y otra cultura que le cupo a los primeros misioneros impuso a éstos la exigencia de convertirse en estudiosos ?hasta cierto punto desapasionados- de las creencias y modo de vida de los millares de catecúmenos en potencia que la Conquista había arrojado a su cuidado pastoral. Fray Bernardino de Sahagún se le antojaba, por ende, a Picón Salas, uno de los precursores de las ciencias de la cultura europeas, un precursor muy anterior a los ilustrados del siglo XVIII: ?Ha habido en Sahagún (dos siglo y medio antes de Voltaire y de Herder) una intuición poderosa de lo que habría de llamarse después la ?Historia de la Cultura?. Ninguna investigación sobre los indios mexicanos puede hacerse sin este trabajo monumental que a medida que ha avanzado la ciencia etnológica parece hacerse más fresco y más actualizado; da a arqueólogos y etnógrafos el material de análisis para comprender mejor lo que dicen los monumentos, las pictografías y las estatuas.? El centro del análisis de Picón Salas en De la conquista a la Independencia fue su descripción del ?barroco de América?, cuyos elementos centrales, por ser muy conocidos, no serán descriptos de un modo elaborado aquí. Aquello que sí es importante señalar en este capítulo central (algunos de cuyos argumentos parecerían extenderse también hasta el siguiente capítulo sobre el humanismo de los jesuitas) es que la explicación ofrecida acerca de las formas barrocas típicamente americanas es parcialmente distinta a la que antes había enfatizado con tanta fuerza una transculturación ?mestiza?. Según Picón Salas, la receptividad de la cultura española al aporte de los pueblos conquistados habría diminuido como consecuencia de la decadencia española, y de los esfuerzos más intensos por parte de la Inquisición ?síntoma de esa decadencia- por extirpar cualquier presencia heterodoxa en la cultura hispánica. El propio barroco, también según su compleja explicación, habría sido en España un arte del encierro cultural: la enorme proliferación de figuras, emblemas y recursos retóricos empleados para hacer más complejos objetos que de por sí podían retratarse de un modo simple, los hipérbatones y las densas alusiones mitológicas, todo ella constituiría el síntoma de una cultura que habiéndose aislado de toda corriente de renovación, no tenía otra vía sino la de complejizar casi al infinito los elementos existentes en la cultura tradicional. Hasta ese punto, el argumento de Picón Salas, aunque se hacía cargo de las revaloraciones críticas más recientes de la poesía barroca y en especial de la figura de Góngora ?numen titular, a partir de 1927, de una importante corriente dentro de la vanguardia española-, resultaba hasta cierto punto conservador: la condena del barroco realizada por los críticos románticos latinoamericanos había enfatizado sistemáticamente su carácter de ?arte de la decadencia?, síntoma de la pobreza creativa de las madres patrias (tanto lusa como castellana). El giro novedoso consistió en su señalamiento de que el barroco, trasplantado a suelo americano ?una vez más, aunque bajo una modalidad diferente, la noción de transculturación aparecía en el trasfondo-, se habría vuelto exuberantemente creativo. Aquello que en España era síntoma de estancamiento y encierro en las Américas se habría tornado manifestación de crecimiento y de (cierta) abertura. Curiosamente, habiendo aplicado en la primera parte de este libro la matriz interpretativa que le ofrecía la noción de transculturación a todas las formas culturales americanas ?artes plásticas, música, arquitectura, teatro, fiestas y artesanías populares, danzas, etc.-, ahora su análisis del barroco se atuvo a explorar el barroco literario. Quizás porque en otros ensayos y libros había abordado aspectos del barroco plástico y arquitectónico en Venezuela, Chile y Perú, o quizás porque la crítica literaria era el métier que entonces más venía convocando su atención (este libro se publicaba apenas cuatro años luego de su historia sociocultural de la literatura venezolana, aunque cabe subrayar que su obra como crítico de artes plásticas fue de enorme importancia en Venezuela ?él fue el descubridor, por ejemplo, de la rupturista y extraña obra de Armando Reverón-), su exploración del barroco se limitó a las manifestaciones literarias del estilo. Más importante, esa concentración exclusiva en lo literario y en el debate de ideas se mantuvo durante todos los restantes capítulos del libro. (Otra explicación, también hipotética, al menos a la luz de la documentación conocida hasta ahora, remita a una decisión editorial. Quizás haya sido porque el director de la colección y su prologuista, Pedro Henríquez Ureña estaba entonces preparando ya su último libro ?póstumo-, la Historia Cultural de la América Hispánica de 1947, que le dedicó en efecto más espacio a esas otras formas de producción cultural que a la literatura). Contactos culturales y posibilidades de la mezcla: Fernando Ortiz, del ajiaco a la transculturación En 1940, el antiguo criminólogo y jurista, ahora etnógrafo e historiador cubano, Fernando Ortiz, había lanzado al debate antropológico un nuevo término, acuñado por él, y que esperaba sintetizara la posición que la corriente liderada por Bronislaw Malinowski sustentaba acerca de los contactos de cultura, y permitiera reemplazar el término juzgado impreciso y ?es más- prejuicioso, de ?acculturation?, aculturación, que entonces no solo era muy común en los debates de antropología y de historia cultural, sino que era defendido con uñas y dientes por uno de los principales rivales de Malinowski en Estados Unidos, Melville Herskovits. En parte a raíz de su rol en este debate, en parte por la elocuencia de su prosa y la inteligencia de sus argumentos, Contrapunteo cubano del azúcar y el tabaco se convirtió instantáneamente en un clásico. En ese libro Fernando Ortiz se propuso realizar una historia general de los usos respectivos del tabaco y del azúcar (aunque cabe señalar que el protagonista indiscutible del libro es el primero y no el segundo), en el mundo y muy particularmente en Cuba. Si el análisis de la historia del tabaco se volvió una suerte de ejercicio en la antropología de los objetos (avant la lettre), la intención del autor parece haber sido la de iluminar los modos mediante los cuales el contacto de culturas no se limitaba meramente al reemplazo de una por otra ?la de los conquistados por la de los conquistadores en el caso de la Conquista, la de los inmigrantes por la de la población previamente establecida, en el caso de los Estados Unidos o de Cuba- sino que implicaba un proceso complejo de mezcla y préstamos entre culturas, de resignificación de prácticas y de objetos, hasta producir algo que podía contener algunos rasgos de cada cultura de origen, pero que era radicalmente nuevo. En el capítulo dos adicional de su ensayo, titulado ?Del fenómeno social de la ?transculturación? y de su importancia en Cuba?, Ortiz explicó que ?Con la venia del lector, especialmente si es dado a estudios sociológicos, nos permitimos usar por primera vez el vocablo transculturación, a sabiendas de que es un neologismo. Y nos atrevemos a proponerlo para que en la terminología sociológica pueda sustituir, en gran parte al menos, al vocablo aculturación, cuyo uso se está extendiendo actualmente?. Un poco más adelante definía mejor el propósito que había lo había llevado a proponer el neologismo: ?Hemos escogido el vocablo transculturación para expresar los variadísimos fenómenos que se originan en Cuba por las complejísimas transmutaciones de las culturas que aquí se verifican, sin conocer las cuales es imposible entender la evolución del pueblo cubano, así en lo económico como en lo institucional, jurídico, ético, religioso, artístico, lingüístico, psicológico, sexual y en los demás aspectos de su vida.? ?La verdadera historia de Cuba es la historia de sus intrincadísimas transculturaciones?. Entonces, en primer término Ortiz hallaba que la transculturación era un término conceptual que nacía de la propia experiencia histórica cubana y servía para iluminarla con mayor precisión de lo que sería posible empleando otros términos afines pero menos ajustados a la problemática cultural de la que pretendían dar cuenta. La reflexión sobre la identidad cultural cubana era una de sus preocupaciones más antiguas, como jurista, historiador y etnógrafo, pero más aún lo era en función de su pertenencia a la primera generación de ciudadanos de la Cuba independiente. Desde su temprano ensayo, Entre cubanos, de 1913, hasta sus últimos trabajos, la pregunta por la identidad cultural, social, nacional, de los cubanos fue un leitmotiv de toda su obra. El nuevo concepto de transculturación podía, pues, al mismo tiempo que iría a renovar las ciencias sociales en su conjunto, iluminar aspectos centrales de la formación cultural propia de los cubanos. Tan solo unos meses antes, en la revista dirigida por él, la Revista Bimestre Cubana (Primer Semestre, vol. XLV, número 2, marzo-abril 1940), había publicado una conferencia, ?Los factores humanos de la cubanidad?, dada en la Universidad de la Habana el 28 de noviembre de 1939, donde propuso utilizar la comida típica cubana, el ajiaco como metáfora de la identidad nacional cubana. En ese uso un poco juguetón del plato cubano, aparecían ya algunas de las ideas clave que luego informarían su definición de la transculturación en 1940. Allí había respondido a su propia pregunta retórica, ?¿Qué es la cubanidad?, con la frase: ?Cuba es un ajiaco? . Siendo éste, según Ortiz, el guiso más típico y más complejo de la isla, y habiendo sido el guiso típico de los indios taínos, podía oficiar maravillosamente bien como metáfora de la identidad nacional. Explicaba: ?La imagen del ajiaco criollo nos simboliza bien la formación del pueblo cubano. (?) Ante todo una cazuela abierta. Eso es Cuba, la isla, la olla puesto a fuego de los trópicos, (?). Y ahí van las sustancias de los más diversos géneros y procedencias. La indiada nos dio el maíz, la papa, la malanga, el boniato, la yuca, el ají que lo condimenta y el blanco xao-xao del casabe con que los buenos criollos de Camagüey y Oriente adornan el ajiaco al servir.? Los productos que ingresaban a la olla para producir el ajiaco eran, entonces, de procedencia indígena, española, africana, asiática, y francesa, mientras que las nuevas tecnologías norteamericanas habían servido para mejorar las posibilidades de cocción. Para Ortiz: ?Lo característico de Cuba es que, siendo ajiaco, su pueblo no es un guiso hecho, sino una constante cocedura?. La identidad del pueblo cubano estaba en proceso de formación, según Ortiz, enunciado que extendería inmediatamente para abarcar a toda la humanidad. Lo característico de toda identidad cultural (o étnica, o nacional) era su condición de mudanza permanente. Lo importante de esta metáfora era que servía para ilustrar una de las nociones más sistemáticamente desarrolladas por Ortiz a lo largo de su obra: que la sustancialidad de las razas era un mito, una entelequia. Las razas eran un ?engaño?, la variación somática de las personas era tan infinita que solo se podía hablar de ?razas? en un sentido biológico si se postulaban tipos ideales, y tales tipos ideales podías servir para organizar la mirada teórica sobre el mundo humano, pero no podían fungir como categorías biológicas consecuentes. No habían, pues, ni razas puras ni razas superiores e inferiores, y más aún, el estado ?racial? de un pueblo en un momento dado debería ser siempre algo efímero, algo en proceso de cambio. De allí que sostuviera en este mismo artículo (repitiendo posiciones enunciadas antes) que la desracialización de la humanidad era una posibilidad más atractiva que la vasconceliana ?raza cósmica?. Y en efecto, en el cuerpo restante de su conferencia, Ortiz procedería a celebrar el aporte de cada ?raza? a la cultura cubana, la indígena, la africana, la latina, la anglosajona, la judía, la asiática, etc. La metáfora del ajiaco informaba pues el concepto más formal de la transculturación, palabra que pese a ser un sustantivo designaba un proceso. En el segundo capítulo adicional de Contrapunteo cubano, antes citado, Ortiz describió, entonces, la transculturación del modo siguiente: -?Entendemos que el vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, porque este no consiste solamente en adquirir una distinta cultura que es lo que en rigor indica la voz anglosajona acculturation, sino que el proceso implica necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decirse una parcial desaculturación, y además significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse de neoculturación. Al fin, como bien sostiene la escuela de Malinowski, en todo abrazo de culturas sucede lo que en la cópula genética de los individuos: la criatura siempre tiene algo de ambos progenitores, pero también siempre es distinto de cada uno de los dos. En conjunto, el proceso es una transculturación, y este vocablo comprende todas las fases de su parábola.? Malinowski, para sorpresa de muchos contemporáneos, aceptó prologar el libro que proponía este neologismo conceptual (el mismo Malinowski que en su polémica con la visión antropológica de Freud había declarado tajantemente que los neologismos ?como el uso freudiano del término ?complejo?- debían ser siempre evitados) y declaró en su prólogo que de entonces en adelante usaría, él mismo, el término en reemplazo de ?aculturación? y de cualquier otro término afín.