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la educación superior en América latina y el Caribe, en las últimas tres décadas, transita un estado de tensión entre dos modelos antagónicos: un modelo que sostiene el principio de la educación superior como un derecho, un bien público-social y un deber del Estado, y otro que interpreta a la educación como una mercancía y pugna por su desregulación. El primero responde a lo que Espinoza y González (en Morosini, 2014), de-finen como un modelo de educación superior orientada al bien social, en el cual la ciencia y la tecnología están dirigidas al desarrollo social y a la pro-moción de la cultura. la gestión prioriza lo académico, la producción de conocimiento y el fortalecimiento de los patrones culturales de la nación. la preocupación está centrada en la pertinencia social de la institución, el financiamiento del Estado y la gratuidad de los estudios. El segundo, promovido por el Banco Mundial y, más tarde, por la OMC para imponer a los países en desarrollo reformas de la educación superior sus-tentadas en criterios de: eficiencia, calidad y evaluación destinadas a la clasificación de las universidades en rankings nacionales e internacionales; financiamiento estatal condicionado a resultados y diversificación de fuentes de financiamiento, principalmente, a través del cobro de aranceles; desregulación; diversificación institucional e impulso a la expansión del sector privado, para atender a las demandas del mercado global de conocimiento(Miranda, 2018; dias, 2017).Esa tensión entre dos modelos está en el origen mismo de las Conferencias regionales de Educación Superior de América latina y el Caribe. la Habana(1996), Cartagena de indias (2008) y Córdoba (2018) nacieron como espacios de resistencia frente a los avances de las políticas neoliberales de reformas de la educación superior que afectaron profundamente la idea de universi-dad (Santos, 2013), en diferentes escalas y modalidades (dias, 2017; gazzola y didriksson, 2008).