IPEHCS   26259
INSTITUTO PATAGONICO DE ESTUDIOS DE HUMANIDADES Y CIENCIAS SOCIALES
Unidad Ejecutora - UE
congresos y reuniones científicas
Título:
Consideraciones sobre el desprecio en el campo educativo
Autor/es:
LAUTARO STEIMBREGER
Lugar:
Buenos Aires
Reunión:
Simposio; IV Simposio Internacional Pensar los afectos; 2018
Institución organizadora:
FLACSO y Facultad de Filosofía y Letras de la UBA
Resumen:
La intensión de vincular desprecio y educación nos puede conducir a un sinnúmero de situaciones y escenas protagonizadas por los sujetos que integran la comunidad educativa en todos sus escalafones. Por ejemplo, en un nivel macro, muchos han calificado de desprecio la actitud o postura que han asumido algunos políticos argentinos ante la educación pública, sobre todo luego de los dichos -de público conocimiento- del presidente y de la gobernadora de Buenos Aires; y en un nivel micro, en el día a día de las aulas de clase, el llamado bullying puede leerse como una manifestación de desprecio entre pares estudiantes. Pero lo que particularmente nos ocupa en este escrito, son aquellas situaciones donde estudiantes y docentes devienen objeto de desprecio. El propósito es compartir una serie de reflexiones en torno al fenómeno del desprecio en el campo educativo, acudiendo para ello a diversos materiales literarios y fílmicos.El trabajo está organizado en tres partes: en principio, siguiendo las pistas de autores posicionados en distintas tradiciones filosóficas, trazaremos algunas delimitaciones conceptuales que nos permitirán establecer un punto de partida y parámetros para orientar el recorrido; luego, reflexionaremos sobre el desprecio hacia los estudiantes que muchas veces subyace a las prácticas docentes; y por último, analizaremos dos historias donde el desprecio hacia un docente deviene un afecto colectivo por parte de toda la comunidad educativa.El fenómeno del desprecioI) El desprecio se halla en el basto terreno de los afectos. Esta afirmación, nos conduce por un lado a reconocer que se trata de un objeto de estudio opaco, movedizo y difícil de asir; y por el otro, a considerar que compromete tanto al cuerpo como a la idea de un individuo. Sobre los affectus, Spinoza (1980) dice: son ?las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones? (p. 124). Siguiendo a este filósofo -y por momento-, ubicaremos al desprecio dentro del grupo de los afectos tristes, es decir, aquellos que disminuyen el potencial de acción y se vinculan con el campo ético del mal (o lo malo). Específicamente sobre el desprecio, Spinoza (1980: p. 172) afirma que ?se suscita a raíz de la representación de una cosa que impresiona tan poco al alma, que ésta, ante la presencia de esa cosa, tiende más bien a representar lo que en ella no hay que lo que hay?. Se trata, entonces, de un afecto triste que produce una cierta perturbación en la percepción, al sobreponer la ausencia o la negatividad por sobre la presencia o la positividad de la cosa. Lo despreciado pierde de este modo algo que le es propio; su imagen o su ser es trastocado por la representación que proviene de un otro, despojándolo de sus aspectos positivos o valiosos. A esto se le suma un componente gestual o expresivo, que hace de este afecto un fenómeno público y performático (Honneth, 2011).II) El desprecio es lo opuesto al reconocimiento, es su negación. En este punto confluyen autores contemporáneos provenientes de distintas tradiciones filosóficas, como lo son Todorov (2008), Honneth (1997; 2011), Rancière (2007; 2013) y Sloterdijk (2002). En tanto concepto impuro -al decir de Laclau (1996)- el desprecio para ser formulado precisa incluir dentro de sí aquello que lo niega, es decir, el reconocimiento o la consideración. De este modo, introducimos en este trabajo un segundo concepto que nos ubica en la intersección de tres campos: la moral (Honneth, 1997; 2011), la ética (Spinoza, 1980) y la política (Rancière, 2007; 2013; Sloterdijk, 2011). Todorov (2008) ubica el reconocimiento como un elemento intrínseco de la condición humana: el ser humano es un ser incompleto y un ser social que aspira al reconocimiento de los otros. Asimismo, este reconocimiento cuenta con dos etapas: la primera, y la más importante, es el reconocimiento propiamente dicho, con el cual alguien reconoce nuestra existencia; y la segunda, es la confirmación, por medio del cual alguien reconoce nuestro valor en el interior de una comunidad. De aquí, según Todorov, se desprenden dos formas de fallos en el reconocimiento (lo que aquí traduciremos como dos formas de desprecio): la negación, que implica una falta de reconocimiento; y el rechazo, que es la falta de confirmación.III) En las sociedades modernas el desprecio abunda. Sennett (2003), Honneth (1997; 2011) y Sloterdijk (2002) coinciden en afirmar que el reconocimiento es un recurso o un valor que escasea en las sociedades modernas. Las luchas generalizadas por el reconocimiento son inherentes al desarrollo del mundo moderno, sostienen Honneth (1997) y Sloterdijk (2002). Desprecio es lo que hay, si es preciso luchar para recibir reconocimiento. Rancière (2007) y Honneth (2011) no dudan en afirmar que vivimos en sociedades del desprecio. Ahora bien, hablar del desprecio como afecto y a la vez como engranaje de las luchas sociales, nos conduce a un posible problema: ¿se trata de un fenómeno individual y social, o psicológico y político al mismo tiempo? Sostenemos que no hay contradicción en este doble carácter de los afectos, pues por más íntimo y personal que percibamos un sentimiento, un afecto o una emoción, éstos tienen un anclaje en la vida social. Por otra parte, también podemos dar cuenta de la existencia de afectos colectivos, es decir, modos de sentir compartidos con un grupo más o menos numeroso. Para este último caso, Sloterdijk (2002) usa palabras como ?contagio? y ?epidemia? para referirse al modo en que el desprecio se despliega, reproduce y expande en lo que él llama las ?hordas humanas?. Estudiantes despreciadosExisten formas de desprecio muy evidentes en el marco de las prácticas de enseñanza, como las que atosigaron a Antoine, el protagonista de Los 400 golpes (Truffaut, 1959), en una escuela francesa de mediados del siglo XIX; o como la que sufrió reiteradas veces Andrew, el protagonista de Whiplash (Chazelle, 2014), en un prestigioso conservatorio estadounidense en manos de su sádico mentor. En Mal de escuela, Pennac se refiere a estos docentes despreciadores -que por desgracia fueron la mayoría de los que tuvo durante su escolaridad- del siguiente modo: ?(?) aquellos que reducían a sus alumnos a una masa común y sin consistencia, «esta clase», de la que solo hablaban en el superlativo de inferioridad. Para estos, éramos siempre la peor clase, de cualquier curso, de toda su carrera, nunca habían tenido una clase menos... tan...? (Pennac, 2011: p. 223).Pero hay formas de desprecio que se hallan más solapadas, y que incluso redundan en gestos amables y buenas intenciones. Hablamos entonces de un desprecio que se halla en la base de muchas prácticas educativas que no emancipan, sino que embrutecen. Lo que encontramos en la base de estas relaciones de desprecio es la tensión entre igualdad y desigualdad. Quien desprecia realiza implícitamente una serie de operaciones (que probablemente suceden en un mismo tiempo): desiguala, compara y jerarquiza; el resultado es un nosotros y un ellos, que relega a los segundos a una posición de inferioridad en relación a una referencia. Ya lo decía el ingenioso hidalgo Don Quijote: ?Toda comparación es odiosa? (Cervantes Saavedra, 1832: p. 237). En toda comparación entre personas, incluso motivada por las mejores intenciones, la diferencia que se pone en juego tiene que ver con el par superior/inferior, o en todo caso, con el par presencia/ausencia de alguna cualidad o capacidad socialmente valiosa.No resulta muy difícil imaginar estas operaciones en las habituales prácticas de enseñanza. Si tenemos en cuenta que la relación docente-estudiantes se halla necesariamente mediada por los contenidos curriculares, tal como lo propuso Herbart en el siglo XIX y como hoy lo defiende la teoría del vínculo educativo (Tizio, 2003; Zelmanovich, 2013), la vara con la cual se desiguala, se compara y se jerarquiza es la dupla saber/no saber. Por supuesto que no es la única referencia para despreciar, pues bien sabemos que muchas personas sufren el desprecio por el género, la orientación sexual, la raza, la cultura de origen, o por determinados condicionamientos físicos. No obstante, desde los inicios de la educación formal, la mayor obsesión ?al decir de Antelo (2005)- de educadores y pedagogos fue el tema del aprendizaje de los educandos, y con él por decantación el ?problema? de la ignorancia. Si la razón es la piedra angular de la escuela moderna, la ignorancia se hace presente como una fatídica amenaza a su semblante.En El maestro ignorante, Rancière dedica varias páginas a este tema. En su defensa por la igualdad de inteligencias como principio universal, la ignorancia deja de ser un problema o un mal que corroe la educación. Lo que sí detecta como un escollo para el despliegue de la inteligencia, es el desprecio, o lo que él llama la ?pasión de la desigualdad?: ?no hay ni divinidad maléfica, ni masa fatal, ni mal radical. Sólo existe esa pasión o esa ficción de desigualdad que desarrolla sus consecuencias? (Rancière, 2007: p. 106). Más adelante, en otra de sus obras, el autor vuelve sobre el tema y afirma que ?el primer mal intelectual no es la ignorancia, sino el desprecio. El desprecio hace al ignorante y no la falta de ciencia. Y el desprecio no se cura con ninguna ciencia sino tomando el partido de su opuesto, la consideración? (Rancière, 2013: p.18). La lógica sería la siguiente: opera un desprecio del docente al estudiante cuando el primero supone incapaz al segundo de resolver por sí solo tal o cual tarea, y para lo cual se presenta él como portador del saber faltante que deberá explicarle. Ensombrecer al otro para quedar iluminado uno por efecto de contraste. Si igualdad de inteligencias es lo que hay, según este autor, cualquier sospecha sobre este principio, cualquier suposición de desigualdad, cualquier intento por jerarquizar las capacidades intelectuales, se hallan motivados por un único afecto, el desprecio. Una de las formas en que este desprecio se materializa, es con la desconfianza: docentes que desconfían de las capacidades y el potencial intelectual de sus estudiantes, y por ello se ubican en el heroico lugar de la explicación y la concientización. Lo opuesto, la confianza, opera como un modo de consideración o de reconocimiento de las capacidades de todo ser humano, que colabora con la emancipación intelectual de quienes se hallan en posición de estudiantes. En un conocido ensayo, Cornu (1999) toma los aportes del filósofo franco-argelino y afirma que la confianza, en tanto hipótesis sobre la conducta futura del otro, es una actitud constitutiva de la relación pedagógica. Honneth, desde una perspectiva muy distinta a la de Rancière, considera la confianza como un modo de reconocimiento. En una entrevista, el filósofo alemán se refiere a un profesor que tuvo en la universidad diciendo: ?un catedrático que disponía de una gran capacidad para dar confianza a sus estudiantes en el desarrollo de sus propias ideas y representaciones teóricas? (En Hernàndez, Herzog, Martins, 2017: p. 3).Docentes despreciados En la novela La mancha humana (Roth, 2010) y en la película La caza (Vinterberg, 2012), los profesores protagonistas sufren la condena por parte de la comunidad educativa tras haber sido juzgados injustamente: uno como racista y el otro como abusador sexual de niños y niñas. Aquí, el rótulo que se coloca sobre ellos resulta de gran importancia, en tanto oficia como una mancha humillante que puede tornarse indeleble, a pesar de que existan hechos y razones para desmentirla. Una mancha visible y bien adherida que tiñe la vida entera de estos personajes, que convierte en insignificantes sus aciertos, sus logros, sus valores y sus convicciones. Una mancha que lo cubre todo y que todo lo negativiza. En ambas historias, los protagonistas se muestran impolutos hasta que el acontecimiento que transforma sus vidas hace su aparición. Pero nada de sus vidas ejemplares importará a los ojos de sus colegas, sus directivos, los padres de sus estudiantes e incluso de sus amistades más cercanas. Lo sorprendente es lo expansivo y devastador que puede resultar el desprecio cuando halla su fundamento en las más férreas convenciones morales de una comunidad. En este sentido, hay hechos objetivamente despreciables, y con ellos sus posibles agentes. El desprecio a esta escala, no solo lesiona los ánimos de quienes lo reciben, sino que también corroe sus cuerpos. Tanto Roth como Vinterberg narran con lucidez la decadencia de los cuerpos de sus protagonistas. Es tan honda y omnipresente la condena, que no da descanso ni lugar a la réplica: debilidad y soledad es lo que queda.La pasión y el goce se imponen ante la razón y el diálogo. Es tan aberrante lo que se dice que pasó, que el derecho a la duda queda anulado; y quien ose dudar puede ser señalado de cómplice o simpatizante. Lo que se genera es un nosotros y un ellos (los racistas, los perversos), donde los primeros se autoadjudican la representación del bien y de lo justo, y los segundos queda ocupando el rol de chivo expiatorio, representantes de lo incorrecto e injusto. Sin dudas, pertenecer al primer grupo calma las conciencias y enaltece, y bajo la irrefrenable condena mora un goce sádico que nos convierte a ávidos cazadores de pares. Nuevamente, la lógica del desprecio: ensombrecer, para quedar iluminado; o ?en este caso? manchar, para brillar.Una última consideración sobre este tema, es que los docentes despreciados pueden tomar fuerza y salir del estado de decadencia en el que se encontraban, cuando al fin logran despreciar las voces y las miradas sojuzgadoras, y buscan volver a tomar las riendas de sus vidas. En este sentido, el desprecio deviene un afecto que aumenta el potencial de acción, y no al revés, como propone Spinoza en su Ética.