INVESTIGADORES
APESTEGUIA Sebastian
capítulos de libros
Título:
Prefacio a la Autobiografía de Charles Darwin
Autor/es:
APESTEGUIA, S.
Libro:
Autobiografía
Editorial:
Continente
Referencias:
Lugar: Buenos Aires; Año: 2008; p. 1 - 123
Resumen:
Prefacio a la Autobiografía de Charles Darwin Hay personalidades cuya obra es de tal trascendencia, que los aleja de su estatura humana y pasan al imaginario transformados en titanes, en seres cuya imagen se liga simbióticamente a la importancia de su contribución. No hay modo de pensar en Einstein sin la palabra Relatividad o E=m.c2, o en Newton sin la gravedad y una manzana…o en Darwin y la Evolución. Sin embargo, aunque hoy toda nuestra visión de la Biología se hace desde los hombros de un Darwin descollante, él estuvo parado sobre los hombros de los naturalistas que le precedieron, principalmente geólogos y biólogos, que marcaron el contexto sobre el cual él se enmarcaría. Una autobiografía como ésta sea, tal vez, la mejor imaginable, ya que no fue escrita para que sus ideas puedan ser apoyadas o discutidas por las generaciones por venir, sino para que sus hijos y nietos entendieran su pensamiento y, especialmente, su sentir. Cada persona posee una ética y una moral distinta, y los criterios con los que rige su vida pueden ser inmensamente variables con respecto a otra. Sin embargo, al leer la autobiografía de Darwin, sólo puedo pensar en el concepto de equilibrio, de un balance preciso entre los placeres de la investigación científica, de la curiosidad satisfecha, unidos a una vida personal rica y nutrida. Darwin valoraba las cosas simples y agradables de la vida. Cosechó innumerables amistades en un sinnúmero de países. Disfrutaba de largos paseos a pie o a caballo por Gales o, tiempo después, por la estepa patagónica, apreciando de algo que lo acompañaría siempre, el gusto por los paisajes agrestes. En sus últimos años destacaría de su casa en Down su “vegetación de aspecto variado, propia de una zona Cretácica”. Su afición natural por la caza, que podría ser no del todo aceptable bajo la óptica actual, era perfectamente entendible en la época Victoriana, donde tal actividad era considerada un deporte y daba al naturalista la oportunidad de acercarse mucho más a la fauna salvaje. Años después, durante el viaje en el Beagle, se haría acompañar por un criado para que tirara por él, ya que prefería estar atento a las características del paisaje y al desentrañado de la geología local. La calidad de persona manifiesta en Charles Darwin puede observarse claramente en su placer por charlar y encontrar amistad tanto entre los pescadores de Newhaven, los obreros de Shrewsbury y un negro que disecaba aves en Edimburgo, como entre los más destacados miembros de la Royal Society. Un tinte especial aporta al carácter de Darwin su profundo desprecio hacia la esclavitud, que lo llevó a discutir fuertemente al llegar a Brasil con Fitz Roy (que decidió por ello hacerlo echar del camarote, de lo que felizmente se arrepintió), y a decir en esta autobiografía que las opiniones de Carlyle sobre el tema eran “repugnantes”. Sin duda, tales conceptos y su acercamiento a la gente humilde dan al carácter de Darwin los visos de una persona que amaba a la Humanidad y disfrutaba de los atributos de ésta. He leído alguna vez que Darwin fue un hombre hosco, refugiado en su casa de campo lejos del mundo científico y de todo lo que no fuera su familia, pero leyendo su autobiografía el cuadro es mucho más complejo. Sus recuerdos destacan divertidas vacaciones saliendo de mochileros a pie con un grupo de amigos por el norte de Gales (recorriendo casi 50 km diarios). Un hombre como él, que disfrutara tanto en su juventud de las tertulias con su “pandilla poco seria”, en la que bebían demasiado y cantaban alegremente, un amante de la música y, de hecho, integrante temporario de un grupo musical, aunque casi carente de oído musical, no puede haber cambiado tanto como para recluirse voluntariamente de todo contacto con la vida social. De hecho, él destaca que los tres años que pasó estudiando en Cambridge fueron “los más gozosos de mi afortunada vida, pues tenía una salud excelente y casi siempre estaba de buen humor.” Su refugio de campo en Down, luego de intentar buscar casa en otros lugares, comenzó con una vida social activa, pero encontró que su salud se resentía a causa de la animación y excitación de las reuniones, que terminaban luego en vómitos y fiebre. Al leer su autobiografía surge con claridad la importancia de sus relaciones familiares y un entorno científico que él reconoce como influyente en el fortalecimiento de su pensamiento, como las ideas transformistas (el antiguo nombre del concepto de evolución) de su abuelo, el célebre Erasmus Darwin, o sus inicios en la entomología por las enseñanzas de su primo segundo, W. Darwin Fox. Posteriormente, Darwin se contactaría con los científicos contemporáneos que admiraba, y de muchos de quienes se haría gran amigo, como de Sir Joseph Hooker y Charles Lyell (1797-1875), autor del Principios de Geología, cuya primera edición (le sucederían diez más), llevó Darwin en el viaje del Beagle. Asimismo, en el texto, Darwin no deja de manifestar su admiración por algunos de sus profesores (y su aburrimiento por otros) y, de hecho, solía rodearse y disfrutar la conversación de gente mucho mayor que él, como sir J. Mackintosh, “el mejor conversador que había oído en temas serios”; el Sr. Dawes, luego Deán de Hereford, famoso por sus logros en la educación de los pobres; el Sr. Cotton, “un viejo de Shrewsbury”, que aseguraba que el mundo llegaría a su fin antes de que el origen de las “piedras acampanadas” pudiera ser explicado y el botánico Henslow, a quien Darwin admiraba. Finalmente, Darwin entró en confianza con este profesor, de quien apreciaba su criterio, inteligencia, buen humor y modestia, por lo que la gente de Cambridge comenzó a llamarlo “el que pasea con Henslow”. No obstante, de su amplio conocimiento de los científicos de edad, concluyó que las nuevas ideas no debían escribirse para convencer a sus contemporáneos, sino a las generaciones futuras. De hecho, manifestaba que los científicos deberían morir a los 60 años de edad ya que después suelen rechazar toda nueva doctrina. Tuvo, de todos modos, considerables excepciones, entre las que destacaba Lyell, que aunque había rechazado enérgicamente el transformismo de Lamarck, abrazó el de Darwin, mucho mejor fundamentado. A lo largo de su vida, Darwin cosechó la amistad de muchas personas que no se dedicaban a las mismas ciencias que él, o aún completamente fuera de las ciencias, como el mismo Fitz Roy, capitán del Beagle y agudísimo observador. Muchas de estas personas influyeron en él inspirándole confianza. Fitz Roy le insistió en que partes de su diario merecerían ser publicadas y el mismo Sedgwick, importante geólogo del momento y con quien Darwin había colaborado unos años antes en Cwm Idwal y Capel Curig, había visitado a su padre diciéndole que algún día Charles se situaría entre los científicos más importantes. Casi estoy tentado a omitir la observación de Turner, uno de sus amigos de juventud, música y borracheras, que, mientras “Gas” clasificaba sus escarabajos (uno de los múltiples apodos que cosechó durante su vida y que reflejan la multiplicidad de ámbitos en los que se movió), le había dicho que algún día llegaría a ser miembro de la Royal Society. Aunque comenta que la idea le pareció entonces descabellada, el hecho de que la recordara e incluyera en su autobiografía, dan a la observación un lugar en la construcción de su autoconfianza. Varias veces destaca en el manuscrito un elemento de moda en aquella época, la frenología, que contaba a Lavater entre sus impulsores: la asignación de determinadas profesiones o características humanas de acuerdo a la forma de la cabeza o de rasgos particulares. Cuenta Darwin que mucho se discutió sobre la forma de su cabeza, que era perfecta para ser sacerdote por tener desarrollada la “protuberancia de la reverencia”. De hecho, Darwin estuvo a punto de ser rechazado de entre los integrantes de la tripulación del Beagle por la forma de su nariz y cuando retornó del viaje, su padre (“el observador más agudo que jamás haya visto, escéptico por naturaleza y lejano a creer en la frenología”), le dijo que ¡Hasta la forma de su cabeza había cambiado! Probablemente no la forma de su cabeza, pero sin duda la de su pensamiento, cambió a lo largo de los cinco años que duró el viaje. Todos estos cambios son relatados maravillosamente en esta autobiografía. A pesar de la obvia importancia que tuvieron sus observaciones y descubrimientos para el desarrollo de muchas de las ramas de las ciencias naturales, Darwin destaca que el aspecto más importante que representara para su persona el viaje en el Beagle fueron las costumbres y prácticas adquiridas, como la de consagrar parte del día a escribir minuciosa y vivamente en su diario, la práctica del trabajo enérgico y de mantener una concentración atenta, un hábito mental que mantuvo y que, en la opinión vertida por él en la autobiografía, fue la clave de lo que le permitió hacer luego “todo lo que yo haya hecho en la ciencia”. En un momento del viaje, cuando descubre que el placer de observar y razonar es mucho mayor que el que reside en la destreza y el deporte, abandona la escopeta en manos de su criado, y comienza a desarrollar plenamente su faceta de investigador. Disfruta ya del trabajo científico, que lo lleva a la solución del origen de las islas de coral, la estructura geológica de Santiago de Chile y la isla de Santa Elena, y las relaciones entre los animales y las plantas de las islas Galápagos con las de América del Sur. Allí retorna la pasión por los paisajes a fusionarse con su notable capacidad analítica y el despliegue visual que admirara durante su adolescencia en Gales, manifestándose entonces en el esplendor de la vegetación de los Trópicos, la sublimidad de los grandes desiertos de Patagonia y las montañas cubiertas de bosques de la Tierra del Fuego. Largas excursiones en barcas por regiones selváticas o a caballo por las pampas o la estepa patagónica, lo templaron en la asimilación de la incomodidad y la cercanía a cierto grado de peligro. En aquella etapa de explorador e investigador descubrió en las “formaciones de las Pampas”, grandes animales fósiles cubiertos de corazas, los gliptodontes, que compara con los actuales armadillos. Este hecho, junto con la sustitución entre formas emparentadas a medida que se avanza hacia el sur y el carácter sudamericano de la biota de las Islas Galápagos, así como las sutiles diferencias entre la de cada isla, comenzaron a mostrarle que esos hechos sólo podían explicarse mediante un modelo que contemplara especies que se modificaran gradualmente. No obstante, era claro que las sorprendentes adaptaciones presentes en los organismos no podían deberse ni a las condiciones del entorno, ni a alguna voluntad interior (por no mencionar una externa). La idea tomó forma de manuscrito muy lentamente, apenas 35 páginas (1842) y 230 luego (1844). La adición de enormes cantidades de evidencia de todas las fuentes, en especial las ideas del economista Malthus y observaciones y conversaciones con criadores de ganado, hizo que la preparación del manuscrito tardara más de 10 años. Aunque Darwin manifiesta que no conoció a nadie que dudara de la estabilidad de las especies, está claro que en el entorno científico muchas observaciones quedaban sin respuesta y el transformismo tenía soluciones para muchas de ellas. Así, inevitablemente, otro investigador llegó a conclusiones parecidas. Felizmente, Alfred R. Wallace envió el manuscrito justamente a Darwin y a Lyell para su revisión. En ese momento, los numerosos amigos que Darwin había cosechado fueron quienes le insistieron para que no diera un paso al costado, sino que presentara rápidamente sus evidencias, en un manuscrito que Darwin juzga como “mal escrito” frente a la obra de Wallace, “admirablemente expresada y absolutamente clara”. No obstante, aunque presentaron sus manuscritos juntos en una reunión en la Royal Society a la que cualquier biólogo moderno hubiera deseado asistir más que a un recital de los “Beatles”, el trabajo no despertó gran interés ni suscitó las polémicas que uno podría imaginar. Darwin cuenta, de hecho, que “nuestros trabajos combinados merecieron muy escasa atención” y la opinión fue “que todo lo que había de nuevo era falso, y lo que había de cierto era viejo”. Un año después, Darwin publicaría su primera edición de “El Origen de las Especies”. Tal vez por su experiencia posterior, que plasma en la autobiografía, Darwin destaca el buen tino (y la presión de la contemporaneidad de Wallace) de haberlo escrito en forma condensada con respecto a su manuscrito original, que apuntaba a ser cuatro o cinco veces mayor. Nota entonces que si hubiera sido más extenso, poca gente lo hubiera leído y sus ideas hubieran pasado mucho más inadvertidas, aspecto que un investigador debe tener en cuenta: llegar al público. Por ejemplo, manifiesta que aunque él llamara la atención sobre el parecido entre los embriones de distintas especies y las diferencias con los adultos, no halló el modo de insertar el concepto en sus lectores, por lo que la idea (además, mejor fundamentada) de la ley Biogenética Fundamental, fue atribuida a otros investigadores y, según Darwin, “el que logra esto merece todos los honores”. Tras pasar por la etapa de investigador se internaría en la de revisor y corrector, siendo ya miembro de todas las grandes sociedades de Ciencias Naturales y editor de su propia publicación: el Journal of Researches, fruto de grandes placeres para Darwin. Uno de los aspectos más llamativos de la vida de Darwin, plenamente reflejados en su autobiografía, es la alternancia de sus etapas de salud y enfermedad. Aunque con una juventud muy saludable en la que escalaba cerros por placer, como el Snowdon (1826), al dejar atrás la juventud, su salud se deterioró considerablemente. Durante sus dos meses en Plymouth esperando que zarpara el Beagle, “los dos meses más tristes de mi vida”, sufrió palpitaciones y temía a una enfermedad cardíaca, lo que puede ser considerado un comienzo de su tendencia hipocondríaca. Dados los síntomas que lo aquejaron en su vida adulta y la falta de un diagnóstico certero, se ha propuesto que Darwin contrajo el Mal de Chagas durante su paso por América del Sur. Sin embargo, esto no se ha podido confirmar. Luego de la publicación de “El Origen”, su libro más famoso, Darwin trabajaría sobre muchos otros tópicos, orquídeas de Inglaterra, plantas trepadoras y la sexualidad de las prímulas, donde demostró que las plantas poseen una sexualidad comparable a la de los animales. En su autobiografía, Darwin describe cómo su trabajo sobre otras especies lo fueron llevando inevitablemente a pensar en cómo esto se aplicaba a la propia especie, por lo que, para no ser incoherente con las ideas que esgrimía, comenzó a escribir “La Descendencia del Hombre” (1871), su libro más polémico, confiado en que muchos investigadores habían aceptado la evolución para entonces. Luego, siguió el tema en “La Expresión de las Emociones en el Hombre y los Animales” (1872), basado en sus observaciones en el desarrollo ontogenético de su hijo Francis, curiosamente autor de la revisión de la autobiografía. La autobiografía de Darwin es un libro notable, un caso raro donde un titán de las ciencias, gigante e inasequible, vuelve a cobrar dimensión humana. Leyendo, se lo puede seguir, de su propia mano, por los claustros de la Universidad, a través de las conversaciones y los océanos, las ideas y los escritos, la retrospectiva y las vastas planicies de las pampas.