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Las lógicas de integración generaron, según el discurso hegemónico, pérdidas en la capacidad soberana de los Estados para fijar sus propias reglas de juego. La necesidad de negociar y compatibilizar con el resto de los Estados, así como el surgimiento de algunos espacios de supranacionalidad, sirvieron como argumentos básicos para construir este relato. Particularmente, en el caso del MERCOSUR, esta idea cobró fuerza frente a los numerosos conflictos comerciales que se fueron desarrollando a lo largo de su historia y que fueron constituyendo una cierta mirada contraria al proceso. Sin embargo, existe otra lectura posible, sobre todo si salimos del ámbito comercial para dirigirnos a los espacios de construcción en términos culturales, políticos y sociales, donde la integración no sólo no generó pérdidas en términos de soberanía, sino que permitió la constitución de políticas públicas comunes que permitieron un salto cualitativo en su gestión. Sirva como ejemplo la cuestión democrática, que ya ha mostrado largamente sus frutos en distintas crisis como la de Paraguay (1999), Bolivia (2008) y el reciente caso de Ecuador, donde el apoyo regional fue fundamental para el sostenimiento del Estado de Derecho; así como también otros ejes como el de la Trata, a partir de iniciativas como Niñ@Sur, donde la posibilidad regulatoria del Estado (de los Estados) creció, antes que perder fuerza, en el marco de la integración. En esta misma línea, las políticas contra la xenofobia y a favor de la diversidad, encuentran en la integración un campo sumamente propicio para su desarrollo, tanto por su capacidad de presionar y servir como aliado dentro de las lógicas nacionales, así como por el hecho de construir un marco común que permite la constitución de un relato de la igualdad. Siendo partes del mismo espacio, la construcción de una ciudadanía común se constituye como el paso necesario para continuar el proceso.