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La diversidad cultural y su historia nos han enseñado acerca del constante recoger ideas, modelos, géneros del conjunto de discursos otros, y lanzarlos a la circulación cultural del mundo propio a través de imitaciones, metabolizaciones, adaptaciones o injertos, operaciones en las que siempre está implicada la traducción. Estas apropiaciones pertenecen a la naturaleza intrínseca del pensamiento y la cultura para la construcción de identidades individuales y comunitarias, parte inherente a la constitución de la nación, de lo nacional; su sistematización por parte de teorías y disciplinas debe estar regulada por normas éticas y críticas. Es imprescindible reinstalar la responsabilidad crítica de los intelectuales que somos, quienes ocupamos un espacio de transmisión y formación de sujetos, percibimos nuestros salarios del Estado, o sea provenientes del aporte de los ciudadanos; nos debemos a la sociedad que nos encarga, y nos remunera la labor de pensar, actuar, y transmitir críticamente, con la obligación de fundar nuestra cátedra en valores universales, una ética, que ha sido durante mucho tiempo denostada, burlada, por el cómodo cinismo posibilista que insiste en hegemonizar los claustros, facilitado en estos tiempos por el acceso ilimitado al paraíso del consumo internetizado de enunciados.