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Es un hecho que la experiencia de emociones positivas, no sólo contrarresta los efectos nocivos de las negativas sino que también permite que se den modos de pensar más allá de los habituales y que se construyan recursos personales de afrontamiento, permitiendo asimismo optimizar la salud física, el bienestar subjetivo y favorecer que las personas sean más positivas y las comunidades más aventajadas (Fredrickson, 2009).Existen fuertes antagonismos entre el mundo emocional de los varones y el de las mujeres, lo cual tiene amplias implicancias en las vivencias individuales y el desarrollo personal (Etxebarria, Apodaca, Eceiza, Fuentes & Ortiz, 2003). Los rasgos que se consideran como típicamente femeninos tales como la sociabilidad, la atención a las necesidades, la empatía y la sensibilidad, forman parte de lo tradicionalmente conocido como expresividad, por su parte, los rasgos típicamente masculinos como la independencia, la asertividad, la atención a la tarea o la ambición forman parte de la instrumentalidad. Dichos rasgos de género pueden resultar factores relevantes a la hora de explicar las diferencias en las variables psicológicas y de experiencia y expresión emocional entre varones y mujeres (Gartzia, Aritzeta, Balluerka & Barberá, 2012). Por otra parte, se sabe que la experiencia de ciertas emociones depende del desarrollo cognitivo y de la personalidad, por lo cual resulta prometedor analizar en qué medida tanto el género como la edad pueden marcar diferencias en la experimentación de emociones positivas durante la adolescencia.